La semana pasada, David Suárez, comediante, escribió un tuit que ha recibido más de diez mil me gusta: “El otro día me hicieron la mejor mamada de mi vida. El secreto fue que la chica usó muchas babas. Alguna ventaja tenía que tener el síndrome de Down”. Le ha cogido afición al vómito, pues antes nos había deleitado con esto: “Mi exnovia pasó de no afeitarse las ingles a afeitarse todo el cuerpo. Algo bueno tenía que tener la quimioterapia”. Como es natural, la canallada de chiste -un chiste puede ser una canallada- ha cabreado a mucha gente, y de paso a la dirección del programa donde trabaja. Esto al humorista le ha hecho poca gracia. Alguna ventaja tenía que tener el mercado.

Es falso que el personal se divida entre botarates y ofendiditos, apologistas del todo vale y censores de guardia. La mayoría camina por el sentido común con humanas recaídas en los arcenes. También lo es que la única manera de enfocar el debate sobre la libertad de expresión sea jurídica, como si lo que permite la ley fuera fetén y solo fuera horrible lo que prohíbe. Una sociedad no depende siempre del alguacil, y cuanto más sana sea menos lo necesita. Incluso en los grupos de guasap, donde no hay dios, policía ni amo, existen límites invisibles y a quien insiste en saltárselos no se le encarcela: se le margina.

A miserables como el citado no los debe castigar alguien con mando en plaza sino con mando a distancia, información sobre la empresa que le paga y el teatro que lo contrata: o sea, usted y yo. Pues reírse así del débil es confundir el honorable oficio del bufón con la ruin colleja del abusón. No es una cuestión de leyes. De modo que tampoco hace falta un juez para aclararlo.