En una tertulia tangencial en la que participo en Radio Nacional se planteó hace unas semanas lo poco que sonreímos por la calle. O en el transporte público. Cierto que cada vez más la gente está mirando su pantalla, y responde a lo que está viendo en el móvil. A su aire, quiero decir, sin tener en cuenta de que está en un entorno con más gente. Pero normalmente la gente va con una expresión entre agria y neutra, pocas veces se ven sonrisas, tanto que a mí, que intento poner una cara amable y alegre cuando estoy en público porque necesito pensar que el mundo no es tan mierda como para además poner cara vinagre, a veces se me queda un poco colgada la sonrisa, casi rictus entonces, al ver lo que me devuelven los pasajeros de la villavesa. Cada mañana coincido, eso sí, con alguna mujer llevando a sus críos al cole, y no digo mujer como genérico, sino específicamente, y siempre hay miradas cariñosas y risueñas. A uno le redime un poco de esas miradas graves que recorren el interior del vehículo como las luces de una penitenciaría que intentan encontrar si alguien pretende escaparse de allí.

Lo cierto es que no tenemos tantas expresiones reconocibles, y con el auge de las inteligencias artificiales se está viendo que tampoco sabemos cómo enseñar a las máquinas a reconocerlas. Hace decenios la psicología intentó reproducir las emociones a partir del análisis de características faciales, y esas marcas servían para clasificar los algoritmos de reconocimiento. Lo que pasa es que incorporan sesgos y errores que a veces vuelven a esos sistemas ineficientes. Es decir, que el asunto de las expresiones faciales es intrínsecamente más complejo de lo que pensábamos. A pesar de eso, cuando alguien sonríe en público, indudablemente crea un espacio más amable. Lo notamos inmediatamente. Deberíamos hacerlo más.