ace algo más de siglo y medio se popularizó la teoría de que la historia la marcan grandes hombres, cuyo liderazgo innato les hace capaces de dirigir el devenir de los pueblos. Hay algo especial en ciertas personas, aunque no todas llegarán a ser esos grandes hombres, solamente aquellos que puedan brillar en un momento en que sean necesarios. A pesar de que es una teoría de la historia completamente desacreditada, creada precisamente por hombres que se creían grandes en cierto modo, intentando medir y conformar el mundo en ese nacimiento de la era industrial, la idea se quedó como un fermento en una sociedad patriarcal donde el poder veía de esta manera una mayor capacidad de control social. Tampoco parece cierto que el liderazgo sea natural: aunque los rasgos de la personalidad que asociamos al liderazgo puedan tener base genética son modulados (amplificados o atenuados) según condicionantes sociales, económicos o culturales. Y menos claro está que una persona con liderazgo pueda tener realmente más capacidad para el poder y la autoridad. Numerosos estudios han puesto en duda todas y cada una de estas afirmaciones.

La realidad es otra: los núcleos de poder huyen habitualmente de la exposición pública personalizada que propone esa falacia del gran hombre, saben que la influencia es más efectiva cuando despersonalizas el poder. Pero sabiendo que en el imaginario colectivo nos sigue atrayendo la idea de los grandes hombres (por cierto, que nunca suelen ser grandes mujeres porque la cosa viene definitivamente por línea patriarcal) se juega a colocar líderes, a veces ridículos fantoches, que en una sociedad tan influenciable y polarizada juegan el papel líder de la opinión política, económica, social... Luego los derrumban y los reemplazan, claro. Sale barato porque lo que perpetúan está detrás, agazapado.