ace once meses entramos un día en casa y nos confinamos por responsabilidad, con miedo e incertidumbre. Dentro de nada será el primer aniversario de esos días en que a las ocho salíamos a aplaudir a quienes seguían haciendo posible que el mundo siguiera, al menos recogiendo a los enfermos y cuidándolos a costa de su salud. No es que fuéramos mejores, entonces, era posiblemente el temor a lo inesperado el que nos mantenía precavidos. De alguna manera, sin embargo, le hemos ido perdiendo respeto: de nada vale que racionalicemos que ahora el virus circula de hecho más libremente que hace un año, y que hay variantes que lo hacen de manera más eficiente y con mayor capacidad de contagio, posiblemente más letal llegado el caso. En cuanto sale el sol, como este fin de semana, nos amontonamos, sin duda porque lo necesitamos, y comprendiendo todos que sería mejor estar en casa, pero ahí estamos. Hace casi un año no: supimos que no cabían las excusas, mirábamos incluso con desprecio a quienes con la excusa de sacar al perro o bajar la basura salían del hogar protector provocando ese fenómeno de los policías de balcón que en cierto modo nos ofendió y entretuvo la primavera a partes iguales. Han cambiado tantas cosas en estos once meses: tenemos las mascarillas como elemento que nos acompaña cada vez que salimos de casa, como los zapatos o las llaves, aunque tanta gente siga sin comprender su uso y su utilidad; hemos dejado de darnos besos, de dar la mano, el contacto físico ha desaparecido del aparataje social y nos sentimos mancos, o algo así, pero ahí estamos. Ahora hay vacunas y hay ya una buena cantidad de gente vacunada, y eso es la mejor esperanza para los próximos meses y para el futuro. Hemos sobrevivido casi un año, y merece la pena poder hacerlo más tiempo, ¿no creen?