o todo es música desde los balcones, ni buen rollo en nuestras viviendas. En Groenlandia han prohibido la venta de alcohol en estos días de reclusión. El gobierno de la isla ha aducido para ello el aumento de casos de agresiones intrafamiliares soportadas por menores -sexuales y de las otras- desde que, ahí también, decretaron el confinamiento. Suena terrible, pero no es un fake. Tampoco lo son las noticias que nos llegan desde Italia y nos hablan del aumento de las peleas vecinales y las denuncias entre habitantes de una misma calle y de un mismo edificio, incluso alguna con resultados mortales, todo como consecuencia del obligado encierro con motivo del coronavirus. Capítulo aparte merecen las sospechas acerca de lo que pueda estar ocurriendo en el seno de algunos hogares con relación a la violencia de género. Tanto aquí como allí hay mujeres a las que las restricciones para salir de casa les obligan a compartir espacio con su maltratador las 24 horas del día, en un momento, además, en que la forzada reclusión no siempre saca lo mejor de nosotros mismos. El miedo y el desgaste psicológico producido por el encierro hacen que sucedan cosas como la nota amenazante que se encontró en su puerta una sanitaria de Baiona cuando regresaba después de una extenuante jornada en el hospital de la capital laburdina, en la que sus vecinos le exigían que se mudara sin demora para que ellos y ellas pudieran preservar su salud. Ante cosas como esas, casi parece un mal menor nuestra Gestapo balconera, el nuevo cuerpo de voluntarios del linchamiento, dispuesto a chillar o denunciar a quien pase por la calle, sin preguntarse a qué y por qué sale al exterior esa persona a la que insultan. Si no se han reforzado ya los equipos de psicólogos y psiquiatras de guardia, alguien debería tomar las disposiciones oportunas.