e ronda la ocurrencia de que cuando un rey mira a un ciudadano piensa que uno de los dos va desnudo y no es él. Hay muchas razones que lo insinúan diseminadas generosamente de mil maneras, por ejemplo, poniendo palabras a los hechos, diciendo que no hay crisis en la institución.

Elegir las palabras que se utilizan es un trabajo. Pero elegirlas y combinarlas para que generen confianza y que los mensajes queden claros, pegadizos y escalables, como hemos aprendido a decir, es un trabajo fino.

Igual quien se encargó de la redacción del argumentario que tanto escuchamos escribió en el primer borrador que, reconociendo la crisis, esta brindaba la oportunidad de mejorar. Era un comodín, una idea tonta y sobada incrustada en el imaginario colectivo, con su cuarto y mitad de sabiduría ligera y buenas intenciones, y precisamente por eso podría funcionar. El borrador llegó a su destino y el destino lo desechó. Reconocer era palabra tabú. Recordó que en un texto hay dos tipos de palabras clave, las que deben aparecer y las que no. En su fuero interno no reconoció, eso ya nunca más, pero identificó el error. Tocaba pensar más. Se quitó la chaqueta y la corbata. En la obligación de recular y sabiendo que escribir es sobre todo reescribir, se inclinó por definir la situación como una crisis de crecimiento, habitual e incluso deseable. Que cómo podría crecer aquello que había alcanzado su plena madurez fue la respuesta al segundo intento. Sudaba. Fuera la camisa, ya le sobraba. La tercera, hablar de crisis era desconocer la solidez de la institución, tampoco fue la vencida, demasiado agresiva. El pantalón se desmayó y la hebilla del cinturón hizo clic al chocar contra el suelo. No hay crisis, decidió. Y felizmente pudo pasar a otros asuntos ya desnudo.