yer volvía de casa de mi madre y recordaba que esas salidas eran de las pocas que hice durante el confinamiento. Que eran un paréntesis luminoso, como si se pudiera estrenar el mundo o mejor dicho, la vista del mundo. Las calles estaban casi desiertas y daba la sensación de que todo reverdecía para quien quisiera disfrutarlo, en disponible abundancia. Primavera como ahora, las forsitias de la acera llevaban ya unas semanas amarillas, las lilas empezaban a echar yemas y las glicinias florecían. El cerezo y los ciruelos también. Como este año. Recordaba que en las primeras visitas iba con guantes, que entonces parecían primordiales. Ahora una caja hiberna en el armario del baño. Aprendí la palabra fomite, que no consiguió popularizarse porque llegaron las mascarillas a las farmacias y no se necesitó.

Un año después las plantas han completado su ciclo. Como siempre, me sorprende que los lilos hayan sobrevivido a la poda. A mí me gusta podar y me empleo a fondo. Me cambia el temple. Decido qué puede continuar creciendo y qué no, con qué forma y hacia qué dirección. La jardinería tiene su punto de tiranía y por eso no cuadra decir que de cualquier poda se derive algo mejor. Este año, a pesar de que hacemos más cosas, nos ha bajado el ánimo. La pregunta inicial sobre si la pandemia nos haría mejores se va contestando y dudo que sea de la mejor forma. ¿Cómo le ha hecho a usted este año? ¿Qué se nota?

Me decía J que le dijo I que cuando se pone mustia escucha a Mercedes Sosa cantando Todo cambia. Lo hago mientras escribo esto para integrarme en el devenir como respuesta a las circunstancias, aferrada a tres o cuatro constantes, con algunas canciones de fondo, haciendo el bajón tranquilo.