ojeo varios suplementos dominicales que vienen cargados de propuestas de regalos y hago, como siempre, el ejercicio de pensar qué me gustaría tener. Una vez hecho y, también, como ya es costumbre, pienso que bueno, que puedo pasar sin ello porque tampoco me va la vida.

Pero sí es cierto que llevo un tiempo sintiendo envidia de la gente que tiene aficiones, entendiendo por estas cualquier actividad a la que se tiene un apego sostenido y que demuestra cierta capacidad tiranizante, de esas que te hacen posponer otras ocupaciones, que cuando las realizas el tiempo corre que vuela y en las que se perciben los progresos propios de la práctica, fundamentalmente conocimiento, habilidad y desarrollo de respuestas propias.

B e I no dejan pasar la ocasión de ir a nadar y acumular largos. M ha dedicado miles de horas para bailar tango y ahora se pliega a la exigencia del ballet clásico aunque cree que no llegará a hacer puntas. MJ montó el otro día una bonita exposición con sus cerámicas. Imagino lo que ha disfrutado eligiendo formas, tamaños, colores, texturas, todas las sensaciones que se le han despertado a través de esa materia informe que por su decisión y con su afecto convierte en objetos hermosos. Todos los festivos, a primera hora de la mañana, un grupo de ciclistas se cita bajo el cedro de enfrente de casa. No fallan.

A mí siempre me ha costado dejarme abducir, así que de ahí la envidia, que es una emoción que si le das la vuelta y, sobre todo en este caso, es admiración. No deseo nada malo a mi aficionado entorno. Pero estaba pensando que me vendría bien una y quién sabe, con las fechas que vienen, igual hay suerte. En cualquier caso, he redactado una frase, regala una afición.