Han pasado varios días desde que Osasuna logró el anhelado ascenso a Primera División. Desde entonces, hemos visto mil imágenes de las celebraciones y ahora, cuando la euforia va decreciendo, pienso en los aficionados, en los aficionados de verdad.

Todos conocemos a alguno. Me refiero a esas personas que bajan a El Sadar una heladora noche de lunes de febrero porque sienten la obligación de animar a los suyos, que jamás se les ocurrió dejar de hacerlo durante las temporadas en las que el equipo estuvo en Segunda, que salen del instituto o del trabajo un viernes, toman un microbús y recorren más de 400 kilómetros para ver a los rojos antes de regresar a casa de madrugada? Me acuerdo de los que han sufrido en los años oscuros hasta casi creer que no había futuro y de quienes nunca dudaron de sus fidelidades ni se dejaron tentar por otros colores con muchos títulos en su haber. No me cabe duda de que están un poco locos, porque es una temeridad apostarlo todo a obtener un buen resultado en noventa minutos, pero ahora entiendo un poquito mejor esa pasión, tan irracional como poderosa. Me quedo con ello y, sin olvidar los excesos que las hinchadas han podido provocar, hoy quiero dedicar estas líneas a quienes sienten ese amor incondicional y? a los que les aguantamos.