hace nada eran cuatro gatos, unos energúmenos risibles que suscitaban las chanzas y el desdén de los que saben cómo son las cosas y lo dictan. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que no era así ni mucho menos. Hoy no solo llenan calles y plazas, sino que corre peligro de que aquellos cuatro gatos se conviertan en la tercera fuerza parlamentaria del país. Es para preguntarse qué ha pasado. Estaba el 11-M y su espíritu, no sé si recuerdan. Yo apenas, pero con asombro. Hace siete años, en lo más turbio del gobierno de Rajoy, parecía que, dadas las condiciones de descalabro social, era posible un cambio político progresista que revirtiera la destrucción del estado del bienestar e impidiera el progresivo recorte de libertades civiles y derechos sociales. No fue así, no ha sido así, sino todo lo contrario. Vino la ley Mordaza, se fue privatizando todo lo privatizable, se emprendió una política de vivienda de un alcance funesto cuyo fin no hemos visto -a la manera en que se han esfumado en muchos lugares las viviendas sociales me refiero-, el mercado laboral se ha deteriorado de tal manera que amenaza con generalizar poco menos que las peonadas.

Y hay algo más: los cuatro gatos que representan a la extrema derecha no están solos. Comparten propuestas, proyectos, fragmentos ideológicos y berreos violentos con otras fuerzas políticas de la derecha que les permite llegar fácilmente a alianzas de gobierno e imponer su ideología reaccionaria y regresiva. Además, cuentan con la complicidad de una clase intelectual que mira para otro lado o cuando menos permanece en silencio porque los medios de comunicación en los que vocean no se enfrentan de manera decidida a esa corriente reaccionaria y precursora de un fascismo de nuevo cuño basado en el estado autoritario que se extiende de manera imparable por toda Europa.

El país se echa las manos a la cabeza cuando el presidente en funciones se enreda hablando de la dependencia gubernamental de la fiscalía, pero lo cierto es que ya hace años que el país padece una justicia de inspiración política que convierte ciertos procesos en procesos políticos. No hace falta que los órganos del poder judicial estén a las órdenes directas del gobierno socialista o del que venga, con que sus miembros compartan la ideología de la derecha más cerril basta y sobra. Pueden negarlo todo lo que quieran, lo que vemos una parte de la ciudadanía es algo más que desacuerdo con sus fallos. Con todo, no hay que rasgarse las vestiduras, en realidad representan a un amplio sector de la población que aplaude sin reservas sus sentencias de índole política.

O el país más progresista ha desertado y se ha entregado, o a la vista de los resultados electorales y de la incapacidad de pactos de izquierda (centroizquierda como mucho), habrá que concluir que España es un país conservador que vota más en contra que a favor de todo lo que suene a cambio social y político, y huela siquiera de lejos a izquierdas o a independentismo porque ahora cualquier afirmación de diferencia lo es. Veo la furia con la que en barrios populares se arrancan carteles a favor de la rebeldía climática, veo la furia patriótica de banderas como navajas? Lo hace gente que de una manera u otra padece el sistema neoliberal o está amenazada por él. Lo que priva es la patria, es decir, la suya, esa que han hecho garrote, que parece la panacea para todos los males. Ahora mismo, una parte nada desdeñable de la ciudadanía recibe con alborozo la propuesta de ilegalizar partidos independentistas, lo mismo que apoya de manera expresa políticas xenófobas y racistas, antisociales en lo laboral y fiscal, y atiende a consignas falaces históricas, económicas, sociales... No son cuatro gatos. El país de las autonomías, de la diversidad aceptada mal que bien, quedó muy atrás y el de las alegrías democráticas también. El tiempo es otro y requiere unos pactos como los que piden romper en Navarra con un nulo respeto hacia unos ciudadanos que prefieren una forma de gobierno con resultados plausibles y sentido social. Es en lo local donde se juega lo posible.