levamos cuarenta días de guerra y esta no tiene traza alguna de terminar; al revés, todo parece indicar que se va a alargar de manera cada día más cruenta. Asistimos a movimientos tácticos como si entendiéramos algo y los más listos citan a estrategas chinos, y se enredan en el cuento y recuento de batallas y guerras pasadas. Y hasta parece que los kilos de los proyectiles que caen sobre las ciudades de Ucrania nos asombran más que los cuatro millones largos de personas desplazadas que andan por media Europa llevando una vida de supervivencia e integrándose como pueden en sociedades que, por mucho que digan, les son ajenas, mientras a su espalda queda un país cada día más devastado.

Han detenido a un proxeneta que traía a España dos menores ucranias para dedicarlas a la prostitución. Organizaciones humanitarias venían advirtiendo de que eso mismo podía estar pasando en otros países y a mayor escala. La desprotección de la infancia o su peligro es un hecho. La trata un peligro real. Si eso no nos conmueve, ya no sé lo que puede conmovernos, porque ocasiones no nos han faltado en los últimos años. Emoción de hoy, rutina de mañana. El horror que no cesa y su rutina, del que nos salvamos no sé cómo, en el famoso «y la vida sigue», que es frase de camposanto... más para unos que para otros.

El destino de esos cuatro millones (y creciendo) de personas desplazadas es algo tan azaroso que mete miedo. ¿Regresar a su hogares? Eso dicen los políticos de Europa. A juzgar por los documentos gráficos que nos llegan, habrá que preguntarse «¿A dónde? ¿A qué hogares?» Familias destrozadas, bienes perdidos, trabajos ídem, fuentes de riqueza y bienestar, por muy pequeñas que puedan ser, desaparecidas... Una catástrofe que no hace sino profundizarse, por muchas armas y material de todas clases que suministren los países de la OTAN y los Estados Unidos, siguiendo planes de geopolítica guerrera que exceden el marco europeo. Estamos a un paso de que otros países de la zona intervengan en la guerra del lado ruso. Está visto que el discutido derecho y deber de injerencia humanitaria es a conveniencia y se reserva para países que no supongan un enfrentamiento directo con uno que tiene un poderoso arsenal de armas nucleares y químicas, y artefactos de los que la OTAN carece.

Asombra la fragilidad extrema en la que estamos viviendo. Estoy haciendo geopolítica de barbecho, y lo detesto, porque lo que en realidad me preocupa es el drama de esos millones de personas, el que encuentren la debida acogida en los países de los derechos humanos, las libertades y demás señuelos publicitarios que suelen hacer agua por la trastienda y por donde menos te lo esperas.

Saber, sabemos poco en realidad de lo que allí sucede, por mucho ruido mediático que nos llegue: fotografías, testimonios, reportajes, declaraciones, opiniones... del lado ucranio la gran mayoría de las veces. De Mariúpol casi diría que por fortuna no sabemos todo lo que allí sucede, por mucho que lo supongamos, aunque ya no sé cual es nuestra capacidad de horrorizarnos y de respuesta a la indignación y el espanto. Decenas de miles de personas carecen de lo más elemental y las fosas comunes se multiplican. Se habla de armas químicas y, llegado el caso y a poco que se alargue la guerra, hasta de destrucción de las cosechas ucranias. La amenaza de la hambruna es real, como la de que empiece seriamente el desabastecimiento de una cosa y de otra, con el efecto en cadena consiguiente.

Hablo al dictado de lo que leo, aquí, allá, reporteros, politólogos de fama, expertos, mis elementos de juicio, salvo la certeza del horror de la guerra y su imparable escalada, son precarios porque en realidad no sé nada, estoy vendido, a merced de unas fuerzas que nos superan, frente a las que no puedo hacer nada, arrastrado, a la expectativa, opinando en el vacío, en ocasiones sacando pecho, por completo en balde, o atemorizándome lo mismo, o poco menos, en la confianza de que pase lo que pase, no me va a pasar nada, que es mucho confiar, después de haber suscrito alegremente que nada va a ser como antes.