la ya de por sí triste figura de Mariano Rajoy languidece a cada minuto. Desde luego puertas afuera de su partido, como lo demuestra la demoscopia por partida triple: primero, por la pírrica nota de 2,1 que le otorga el CIS; en segunda instancia, por la constatación de que el PP sería la tercera sigla en intención de voto directo; y, como corolario, porque su condescendencia con la corrupción ha supuesto que sea el segundo problema para el 63,8% de los españoles, un índice que se ha duplicado en el último año. La patética realidad de Rajoy obedece a que se ha tornado en un mero gestor económico y además por delegación de la burocracia comunitaria, por mucho que se afane en presentar como éxito propio una lenta recuperación del empleo que ha conllevado una vertiginosa precarización del mercado laboral. La conclusión es un palmario naufragio, pues Rajoy está evidenciado una supina incapacidad para resolver problemas o al menos para plantear soluciones. Así lo acredita su negligente gestión del conflicto catalán y por extensión su negativa a abordar una ambiciosa reforma de la configuración del Estado, pero también la rectificación del programa en cuestiones tan sensibles para su electorado como los impuestos o el aborto. La devaluación de Rajoy como referente político le ha supuesto también un creciente cuestionamiento interno merced a un liderazgo cimentado en los galones de presidente y no en su autoritas, una corriente de opinión crítica que él ha querido zanjar proclamando su negativa a adelantar los comicios y postulándose para reeditar candidatura a la Moncloa. Será en vano, ya que los recelos que suscita como marca electoral no menguarán por el contraste con la decidida renovación en las formaciones de izquierda cuando él encarna como nadie la vieja política tras más de treinta años de carrera institucional. Cuestión distinta es que, con Rajoy encastillado, un partido tan presidencialista como el PP acabe acatando su continuidad pese a la certidumbre de que lo mejor sería una sucesión ordenada. Por ejemplo, en favor de Sáenz de Santamaría, su diligente capataz.