De toda la vida, los que engordaban el currículum, además de maneras para la dramatización, tenían nombre propio y se les llamaba y llama fantasmas. Viene en el diccionario y clava lo que está pasando. Fantasma es la persona que presume de lo que no es cierto. Tipos imaginativos, gente amiga de la fabulación ha habido siempre y hay que reconocer que se trata de un personal divertido, capaz de adentrarse por caminos inverosímiles con habilidad novelesca con sólo darle dos vueltas a la pelota. En períodos de formación, de crecimiento de la personalidad, de reafirmación del ego, hasta comprensible es que a alguno se le escapen un par de fantasmadas, reinterpretaciones propias de la realidad e incluso invenciones en toda regla para cuajarse en el entorno y ante los demás. Boquitas ligeras hay y habrá. A los fantasmas también se les pillaba rápido y con una, bastaba; no interesaban sus historias y se terminaba por no hacerles mucho caso, salvo que la boutade tuviese gracia. Los fantasmas no sólo tienen interés y dotes para la imaginación, sino que también comparten estrategia: las huidas hacia adelante. Pillados en el renuncio o la bravuconada, no había que dejarse desmontar tan fácilmente la historia, se debía sostener lo que fuera, mantener la trama, insistir en la polvareda. Acabamos de ver unas cuantas versiones para nada sofisticadas del fantasma de toda la vida, porque tienen menos imaginación y sí mucho más rostro. Poner en un papel certificaciones que se han logrado a medias, de aquella manera, con enchufes o manejos y, mantenerlo con ausencia de sonrojo y, ahora que te han pillado, continuar en los regates, desmonta la tradición del fantasma lenguaraz y desatendido de coartadas y nos coloca ante especímenes prodigiosos, tipos pétreos y capacidades poco ponderadas. Todo porque un papel sostenga lo que eres incapaz de mantener con tu comportamiento y vida. Los fantasmas no renuncian, porque se lo han creído.
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