Deslumbrado por Él
Debo admitir que tengo una extraña fijación masoquisto-morbosa que no sé si tiene tratamiento de desintoxicación: escuchar a José María Aznar. Cada vez que sale a la palestra a pegarle la bronca a su expartido, a explicarnos lo requetebién que lo hizo él y lo requetemal que está España, y a ofrecerse para salvarnos a todos de nuevo, ahí estoy yo, sin poder apartar la mirada de la televisión, más hipnotizado que un conejo cuando le das las largas de noche.
Me fascina el desparpajo con el que obvia que creó la burbuja inmobiliaria que nos dio la puntilla junto a la crisis económica mundial, y que perfeccionó el sistema de mordidas y corruptelas varias que pudrieron por completo la cúpula de su partido y la mitad de las instituciones, pero aún me maravilla más esa suficiencia, esa manera solemne de hablarnos desde el Olimpo para darnos consejos vitales a los simples mortales.
Y no, no creo que sea una pose, porque nadie puede ser tan cínico: se cree de verdad un hombre providencial, uno de los pocos que se dan cuenta de la gravedad del momento -cual Quevedo redivivo: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados”-, y quizás el único que sabe cuáles son las soluciones.
A veces intento imaginar su entorno, porque la mera existencia de alguien que dice cosas como ésas solo es concebible si le rodean un montón de pelotas que le dan siempre la razón, que le llaman amo -o quizás emperador, que el simple presidente se le ha quedado corto- y que azuzan su fervor patriótico para que hable más, riña más y anuncie más que llega un Apocalipsis que solo él, y sus abdominales de Leónidas de 300, puede impedir.
La megalomanía no es una broma; es un trastorno mental grave. Bien harían en su casa en buscar cómo curarlo. Porque si a mí me cuesta cambiar de cadena cuando asoma por la tele, más aún debe de costarle a él apartarse de los micros que tiene a su alcance. Y a veces me pregunto si no se los ponen delante a mala uva, solo para echarse unas risas con el despliegue de su cola de pavo real, su tonito trascendental y sus profecías tremebundistas.