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Enajenación en el deporte base

como para no congratularse por haber sido deportista de base el siglo pasado y no en nuestros días, donde la sinrazón campa a sus anchas los fines de semana y no sólo en el fútbol. El germen del mal se halla en la masiva asistencia de progenitores a los partidos -cuando en mis tiempos jugábamos casi en absoluta soledad- con mentalidad de forofo y en demasiados casos además con el objetivo primordial de que la prole destaque, el secundario de que gane y el complementario de que se divierta, en una proverbial inversión de prioridades. Esa confusión tratándose de una actividad formativa, y así necesariamente asentada en la conjugación de esfuerzo personal y compañerismo, redunda en una presión y hasta opresión en las canchas a menudo irrespirable. Para empezar sobre los propios críos, escrutados por muchos padres enajenados -nótese que no madres- con las expectativas de un representante que al verse malogradas por el contraste con la realidad redundan en una frustración que verter sobre los técnicos por no atender a sus hijos como merecen y en especial sobre los árbitros, siempre culpables en juicio sumarísimo. Semejante aberración, a la que contribuye una práctica deportiva con exceso de comodidades desde edades tempranas -ya nadie limpia los campos o coloca las redes por jugar ahora a cubierto y los niños calzan deportivas de profesional, dónde queda el meritoriaje-, tiene afortunadamente su contrapunto. Por ejemplo en un equipo de futbito de un colegio pamplonés del que participa un alumno ante cuyas dificultades sus progenitores plantearon en el grupo de WhatsApp que mejor que sólo acudiera a entrenar para no perjudicar la evolución de sus compañeros y el joven entrenador contestó raudo que para él todos los chavales eran iguales desde la premisa del compromiso, una idea secundada por todos los padres. Lo normal, porque qué mejor enseñanza para ese colectivo de infantes que convivir con la diferencia e integrarla en sus vidas, elevado a categoría de extraordinario. Urge recuperar por tanto el sentido común en las gradas, concibiéndolas como un escenario para el aplauso y el sano disfrute. El resultadismo pervierte el deporte escolar y la deportividad radica antes que nada en saber perder y también ganar.