entre los días más divertidos del año estaba éste. Así lo sentíamos y así nos comportábamos. No recuerdo una sola Nochebuena en la que haber llegado a cenar a casa a la hora acordada. Siempre me tranquilizó que esta tardanza fue la de buena parte de mi generación juvenil, obsesionados en retorcer y exprimir cada uno de los minutos que nos quedaban antes de la celebración navideña, como si nunca más nos fuéramos a ver, abrazados a estas horas como a un final seguro, un crepúsculo perfecto e interminable.

A nosotros nos gustaba estrujar estas horas previas viviendo el Olentzero con un frenesí irrepetible a cada año. Nuestro Olentzero salía de los locales de la Juventud de San Antonio, en la calle San Fermín, y se estiraba por un recorrido que se mantiene más o menos hoy. Con más gente mirando que participando, la comitiva era mucho más pequeña y corta que la actual. Protagonista tan importante como el carbonero orondo, el zanpantzar, que atronaba e imponía un respeto que solo se entiende desde quien quiere querer que la magia existe. La chavalería nos desparramábamos, literal y físicamente, en cadenetas imposibles, burbujeante el ánimo, el corazón a toda pastilla por el trote y el coqueteo entre aquellas casheras por un día. En esta fiesta amable y divertida también hubo años en que abundaron los palos, se rompía la cosa entre porrazos y parecía que nos querían adelantar el regreso a casa. No era hora.

Los tiempos han cambiado. El Olentzero ya ha quedado naturalizado y comprendido por los que han querido, es una entrañable fiesta de cambio de estación, el Santa Claus vasco para otros, que todo hay que comercializar.

Nosotros siempre llegábamos tarde a la cena, el sentido perdido por ahí. Ahora, se llega pronto, se liquida también cuanto antes la reunión porque luego toca andada. Una buena noche, una buena madrugada. ¿A qué hora se desayuna mañana?