Una agonía insufrible por una enfermedad incurable no es vida. Punto. A partir de esta premisa despenalizar el suicidio asistido resulta una cuestión de pura humanidad con los pacientes que ansían una buena muerte y de empatía con los allegados que literalmente se desviven atendiéndolos. Al margen de que así se dota de seguridad jurídica a los profesionales sanitarios que cooperen, desde el respeto a la objeción de conciencia. Posibilitar el ejercicio de ese derecho cuando una persona decide que existir no tiene ningún sentido porque ni los cuidados paliativos le alivian el dolor físico -no hay nada que mitigue el daño psicológico en determinados estadíos de dolencia irreversible- no atenta contra nadie, pues a nadie se obliga a la eutanasia activa si conculca sus íntimas convicciones morales. Sin embargo, criminalizar el suicidio asistido sí conlleva una intromisión intolerable en la libre voluntad de personas que en plenas facultades mentales reclaman una muerte liberadora y también digna, en el sentido de no tener que acometerse en la clandestinidad y con riesgo para sus seres queridos. Hace ya dos décadas el tetrapléjico gallego Ramón Sampedro nos enseñó sus penalidades para que nadie tuviera que afrontar su mismo calvario y ese acto de generosidad no sirvió para nada por la presión que el fundamentalismo religioso ejerce con éxito desde sus púlpitos sobre el conservadurismo político y mediático. El caso de María José Carrasco, excarcelada de su prisión gracias a un cóctel letal suministrado por su abnegado compañero Ángel, debe convertir por fin el apoyo de tres cuartas partes de la ciudadanía a la eutanasia activa para situaciones tasadas en una regulación garantista, al estilo de las vigentes en Bélgica, Holanda o Suiza. Para que nunca más un ángel de amor tenga que defenderse, esposado cual delincuente, como si lo fuera de exterminio. Para que la compasión se haga ley y no se imponga a los otros la vida que probablemente uno no desearía para sí en las mismas deplorables circunstancias.
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