ientras en numerosos pueblos y ciudades atronaba el ruido de las cacerolas, el rey enviaba un mensaje a la nación vacío de contenido, plagado de tópicos y lugares comunes y sin aportar algo nuevo a todo lo que ya han dicho gentes con más crédito sobre cómo afrontar la crisis del coronavirus. Y sin hablar de su padre. Un nuevo papelón de Felipe VI. De esos siete minutos de comparecencia solo merece la pena rescatar por cotidianas las apelaciones a "resistir". Porque esa es, más ni menos, la música que tararea el monarca para intentar que otra generación de Borbones siga viviendo al amparo de una institución extemporánea y salpicada por las denuncias de corrupción desde tiempo atrás. Para ese virus contraído por la Casa Real durante el mandato de Juan Carlos I no hubo recetas ni recomendaciones; es más, tengo para mí que cuando hizo referencia a los peligros que acechan a "nuestro bienestar" podía estar pensando más en su familia y en la pléyade de cortesanos y lameculos que en el pueblo, que ahora sufre el acoso del COVID-19 y teme por las posteriores secuelas.

Ayer mismo se conoció que Corinna, la amante del rey emérito, ya informó el pasado año a Felipe VI de que figuraba como beneficiario de la Fundación Lucum, que recibió 100 millones de euros de la casa real saudí. A nadie se le escapa que la renuncia del rey a la herencia de Juan Carlos y la retirada a este de la asignación anunciada el domingo, cuando todo el mundo está pendiente de una pandemia, buscaba que la noticia perdiera fuelle en medio del marasmo informativo, que la ciudadanía no se enterara o no le dedicara más de un minuto y varios improperios. Falló el rey y sus asesores: la maniobra y ese silencio de ayer le deja malparado.

La monarquía está tocada y desacreditada. Un emérito que se esconde y un monarca que lo oculta. El virus le va a dar tiempo. Pero la institución, su gente y los chanchullos a los que ha dado y da cobijo han quedado retratados. Las cacerolas han hablado.