uienes rondan la cuarentena (por la edad, no por el tiempo de confinamiento) recordarán aquel anuncio que recomendaba el uso del preservativo para contener la pandemia del sida. El spot levantó polémica en la España de finales del ochenta -la de las virtudes públicas y los vicios privados-, sobre todo porque tenía como destinataria a la población adolescente. Ya se sabe lo que ocurre en estos casos: mejor mirar para otro lado, hacerse el loco con todo lo referido al sexo y refutar a los promotores con el recurrente "¡mi hijo no..!". El lío, ya digo, fue mayúsculo, con amenazas para los autores de la idea.

Otra pandemia, la del coronavirus, obliga ahora a colocarse la mascarilla para aminorar la propagación de la enfermedad. Desde hoy es oficial. Pero antes, como con todo, ha habido discrepancias entre los expertos: unos porque ponían en duda su eficacia y otros porque la consideran indispensable en todos los ámbitos. Ya hemos aprendido en estas semanas que lo que sirve para hoy no vale para mañana y viceversa. Y eso ha pasado con las mascarillas hasta que su uso ha quedado consagrado tras la publicación en el BOE. Mientras tanto, como ocurriera con los preservativos, la gente se ha enganchado a discutir, esta vez en las colas del supermercado o en las villavesas por un "aquí no se entra sin mascarilla" y un desafiante "no me da la gana".

Observando las explicaciones de los expertos no sé si es más difícil ponerse una mascarilla de forma correcta que un preservativo con garantías. Luego están los diferentes modelos, las FFP1, FFP2, FFP3, que viene a ser como la elección de un condón de sabores, fino, extra fino, sin látex, con puntos y estrías€ Y ojo con los precios, que también suponen una carga añadida a las economías más precarias. Con todo, conviene recordar que el sida ha matado hasta hoy a 35 millones de personas, así que aplíquense con la mascarilla al eslogan de los años ochenta: póntela, pónsela.