uede dar la impresión de que trabajar en un medio informativo te hace inmune al dolor y te ayuda a mantener cierta distancia de la noticia; como que te permite alejarte de las emociones. La velocidad que exige la actualidad, la repetición de historias y la aparente normalidad

con la que hoy escribimos coronavirus, COVID, hospital, UCI, personal sanitario, epidemia, casos, PCR, test, etcétera, apuntalarían esta tesis si fuera verdadera. Puede que al principio viéramos esta pandemia como algo lejano; era en Asia y el cierre de negocios chinos aquí y primeras mascarillas por la calle nos acercó a un problema que para rato imaginábamos iba a tener tal trascendencia mundial. Y nos fuimos metiendo en materia y empezamos a dedicarle más páginas y también a empatizar, más si cabe, con la población atemorizada; nos fuimos asustando y vimos que el asunto se nos iba de las manos, que el quédate en casa es lo mejor. Seguíamos haciendo frente como podíamos e intentando mantener cierta distancia.

Ahora estamos en una nueva fase, la peor diría yo. Estamos tomando conciencia de que detrás de cada caso, de cada cifra o de cada ingreso hay una persona con nombre y apellidos, una persona con una familia y un entorno de amistades entre las que cada día es más fácil que te encuentres. Y si de lo que hablamos es de muerte, ni que decir tiene. Las esquelas se multiplican; las despedidas, si ya de por sí son tristes, se suceden con el terrible dolor añadido de la soledad. COVID se ha llevado la vida de un amigo

cuando no tocaba. Pepe, 63 años recién estrenados, un hombre simpático, cariñoso, divertido y lleno de vida y familia para disfrutar. Casi todas las tardes, tras los aplausos a los sanitarios, se escucha en el Vínculo una trompeta que interpreta el toque del silencio en memoria de quienes nos están dejando prematuramente y se te encoge el alma. No, ni el oficio, ni las abrumadoras cifras, ni la cotidianidad te hacen inmune al dolor de la pérdida. Decir pena es decir poco.