Ya lo dice un viejo refrán, creo que medieval: “Una secta es una religión cuando los fieles son mogollón”. Y si Círculo de Lectores podía presumir de algo era de su mogollón de ¿socios? ¿clientes? ¿abducidos? Más de un millón llegó a tener en su momento de plenitud, a mediados de los 90. El club de literatura más grande que ha habido en este país. Una religión con todas las de la ley, de 1962 a 2019.

El único problema es que para no ser una secta se parecía demasiado: venta puerta a puerta con una insistencia que dejaba en mantillas a los Testigos de Jehová; y, una vez captado el incauto, unas dificultades para salirse de ahí que ríete de Vodafone o el Opus Dei.

Y la clave de todo ello, su producto. ¿Los libros? No, en cualquier librería mínimamente surtida hay muchos más. Nos referimos a la revista, ésa que llegaba periódicamente a casa -como llegan ahora por Navidades las de juguetes, que tanto disfrutan los niños-.

Decía el gran Eduard Punset que la felicidad está en la antesala de la felicidad, y que para comprobarlo basta con ver cómo el mayor momento de alegría de un perro al que llevas de paseo es en casa, cuando le estás poniendo la correa para salir.

Leer aquél catálogo era tan o más placentero que leer después los libros de los que hablaba, que a veces resultaban ser una chufa. Goces por anticipado. Y como había un gasto mínimo obligatorio, lo hacías además eligiendo -si el resto de la familia te dejaba, claro-. Un placer similar a ese tan famoso del niño con la nariz pegada al escaparate de la pastelería, pero sabiendo que algo se va a comprar.

Lo más divertido del Círculo era que a quienes no elegían libros les daban los mismos por defecto, y por eso en todas las casas de la secta te los encontrabas, y por los títulos sabías si eran fieles recientes o antiguos -en las estanterías de éstos últimos no faltaban los de la Guerra Civil de Gironella, alguno de Torcuato Luca de Tena, y El Padrino, y Traficantes de dinero, y Pelham 123, etcétera-.

Cierra Círculo de Lectores, dicen que arrollado por los nuevos hábitos de consumo de cultura (sobre todo, la lectura digital), y la literatura pierde su religión, o su secta, o su red de camellos de libros. Y su revista.