i hablas con un experto en pintura, te dirá que a duras penas incluiría La Gioconda en la lista de 100 mejores retratos de la historia, y que en realidad su fama se disparó por su robo peliculero en 1911.

Si te vas a Wikipedia, descubres que en la lista de mayores tragedias navales el Titanic es apenas la 19ª, con unas 1.500 víctimas, seis veces menos que en el hundimiento del Wilhem Gustloff. Pero qué iba a hacer un sórdido crimen de guerra -para colmo contra los nazis, que se jodan- ante todo el glamour del transatlántico británico.

Si cometes el error de ver un documental estadounidense sobre su rock como si el suyo fuera todo el rock (desdeñan el británico porque saben que les ha dado hasta en el carné), te toparás con capítulos enteros para naderías como The Doors o Nirvana, y es que nada mitifica más a una banda que la muerte prematura de su líder, sobre todo si va por la vida de atormentado poeta maldito.

¿Y qué decir de James Dean, leyenda con solo tres películas, y en una de ellas a la sombra del mejor Rock Hudson?

¿Y la ironía de la catedral de Notre Dame, emblema del catolicismo cuando la novela que la hizo realmente famosa estuvo varios siglos en la lista negra de la propia Iglesia?

¿Y alguien cree que es casual que el físico más famoso del medio siglo es el que iba en silla de ruedas?

En fin, que ¿por qué surgen los iconos? ¿Cuánto es mérito propio y cuánto las circunstancias trágicas o especiales?

Una de las cosas más divertidas (por lógica que sea) del mercado especulativo en que se ha convertido el arte es que la obra de todo creador se revaloriza cuando se muere, porque al cortarse la oferta -ya no va a hacer más- cada nueva demanda sube la cotización. Por tanto, quien se gasta un dineral en el cuadro de un pintor vivo se convierte en el primer interesado en que se muera cuanto antes, a ser posible hoy mismo. Y si lo hace de algún modo espectacularmente trágico, y se convierte así en icono, perfecto. Del “Odia al delito y compadece al delincuente” al “Ama el arte y celebra la muerte del artista”.

En suma, que necesitamos y consumimos iconos en todos los ámbitos con relevancia pública. Pero mejor no convertirse en ninguno. En lo que a ellos respecta, salvo en casos tan atípicos como Einstein o Keith Richards, la cosa acaba muy mal.

Necesitamos y consumimos iconos en todos los ámbitos con relevancia pública. Pero mejor no convertirse en ninguno. En lo que a ellos respecta, la cosa acaba muy mal