Paso cada día con mi coche por el paso de peatones en el que fue atropellado y perdió la vida el pequeño Imanol. Varias veces. Pasé también ese mismo día apenas unos minutos antes camino del trabajo. Sé cómo es el lugar, cómo son los semáforos, el atasco que se forma en ese y otros colegios con las dobles filas, el riesgo de un paso de cebra justo en la puerta del centro... Desde el día del atropello ese es un punto tan negro como otros muchos en esa hora en la que la ciudad se vuelve caótica, cuando sobran coches y espacios para ellos y nos faltan zonas de seguridad como peatones y ciclistas. El instante fatídico en el que el pequeño transitaba con su padre por un paso de peatones de vuelta a casa tras un día de colegio no tiene marcha atrás. Como tampoco lo tienen los otros atropellos mortales. No podemos congelar el tiempo. Estaría bien poder hacerlo y que nada hubiera pasado. Las tragedias y los accidentes lo son porque se nutren de ese instante de fatalidad irreversible. Pero como ciudad, como ciudadanos y ciudadanas, no podemos quedarnos pasivos ante hechos tan tristes como el que ha marcado de luto este comienzo de otoño. Siempre hay algo más que se puede hacer, nuevas medidas que implantar, nuevas campañas que nos conciencien que al volante los despistes nos pueden costar una o más vidas. Que no es lo mismo circular a 50 que a 30, que lo importante es llegar y que la velocidad casi nunca gana; que ninguna llamada ni mensaje es tan urgente como para usar el móvil al volante porque un despiste puede salir muy caro... Iruña debería ser realmente una ciudad amable, pero no lo es. La amabilización no llega a todos los rincones. Entiendo que es difícil, pero se hace urgente ya un plan que reordene los espacios por los que transitar y que priorice de verdad a las personas. Sigo pasando por el mismo lugar y veo las flores, las velas, los ositos de peluche, los dibujos, un nuevo altar que se suma a los muchos que nos encontramos en cada viaje; recuerdos de muertes en la carretera o en la ciudad que nunca deberían haber ocurrido; flores marchitas que nos recuerdan que allí donde sigue circulando la vida un día se coló el dolor más absoluto. Ojalá algún día consigamos ser una ciudad amable, llena de flores vivas, sin más ramos de flores secas.