i algo nos ha dejado este primer año de pandemia son imágenes, fotografías y miles de selfies que han intentado ir capturando todos los momentos irrepetibles y excepcionales que se han sucedido en las casas, las calles, los hospitales... A falta de reuniones sociales nos hemos tenido que conformar con compartir la vida ya vivida con los demás. Es difícil, casi imposible, resumir en una sola fotografía lo que hemos pasado. Las imágenes no lo cuentan todo aunque busquen reflejar la realidad; casi siempre nos invitan a descubrir lo que ocurre en la escena retratada, a entrar en esa atmósfera, a conocer un poco más a los personajes que se muestran, a sentir lo que ellos estaban sintiendo. Estos días pienso en todas esas instantáneas publicadas o lanzadas por las redes, pero sobre todo en una, una fotografía que para mí reflejó en pleno confinamiento la cara más triste de la pandemia, lo que fue morir en esos días, sin despedidas, ni abrazos, sin la compañía de los tuyos. La imagen de la ausencia. Historias como la que se escondía tras la foto de un balcón de Madrid lleno de flores marchitas en el que vivía un matrimonio fallecido por covid-19, Pilar y José Luis. Ella, amante de las flores, tenía ya sus geranios esperando la primavera, pero nada floreció cuando ellos desaparecieron y el balcón, antes verde y colorido, se llenó de flores marchitas. Un balcón lleno de vida, al que seguro se asomaban para aplaudir hasta que el covid llamó a su puerta. Tampoco pudo nadie ir a regarlas. La muerte de nuestros mayores nos golpea el recuerdo siempre, pero más estos días, cuando les vemos de nuevo sonrientes y contentos, ya vacunados o esperando la vacuna, deseando recuperar sus vidas, en las residencias o en sus casas, todavía activos, con ganas de volver a regar las flores en esta nueva primavera que ojalá sea mucho más luminosa. Tanta muerte inesperada nos ha dejado momentos muy duros. Cientos de casas ya sin nadie, cuyos herederos tendrán que vaciar antes de vender. Las herencias se han disparado en este año llenando el mercado de casas repentinamente vacías. El otro día vi una escena, precisamente en una casa heredada, antes habitada por un matrimonio mayor, de la que sacaban grandes bolsas de basura en las que seguro habría objetos, trastos viejos o flores secas, todo para tirar, en el necesario ejercicio de limpiar y plantear un futuro nuevo, pero que a mí se me antojó como la triste imagen de una vida entera metida de golpe en un contenedor.

La muerte de nuestros mayores nos golpea el recuerdo siempre, pero más estos días, cuando les vemos de nuevo sonrientes, ya vacunados, deseando recuperar sus vidas