El dicho Ladran, luego cabalgamos viene al pelo para resumir el asilvestrado comportamiento que viene protagonizando la derecha en los últimos tiempos. Era previsible que la proliferación de siglas disputando un mismo espacio (PP, Ciudadanos, UPN, Vox...) provocara subidas de tono, pero sorprende que buena parte de su modus operandi se haya convertido en una pugna por ver quién es más macarra. Buen reflejo de ello es que lo mismo les da por impulsar protestas saltándose el confinamiento e incumpliendo todas las recomendaciones sanitarias, que incurrir de forma consciente en la calumnia al atribuir al vicepresidente del Gobierno de España la falsa condición de ser hijo de un terrorista. Envueltos en la bandera rojigualda, tratan de aprovecharse de un problema sanitario de primera magnitud, como lo es la crisis del covid-19, para desgastar a los gobiernos central y foral, precisamente quienes no movieron un dedo cuando detrás de los recortes que sufrió la sanidad pública hace una década estaba la mano de algunas de estas siglas. No parece que ahora la derecha atraviese su mejor momento, pero conviene no perder de vista que la crisis anterior se llevó por delante muchos derechos ciudadanos, barrió del mapa a Zapatero y le regaló una mayoría absoluta a Rajoy de consecuencias calamitosas. Hoy la situación parece distinta y esas protestas en las que abundan privilegiados que en el fondo lo que reclaman es seguir conservando sus privilegios quizá solo sean la reacción minoritaria ante la toma de decisiones muy alejadas de los intereses económicos de las elites a las que defienden estas derechas. Ejemplo de esto es el ingreso mínimo vital, que contribuirá a sacar de la pobreza extrema a miles de personas. Una medida que, por cierto, no ha formado parte de ninguna de las reivindicaciones del supuesto patriotismo exacerbado que hemos visto salir a la calle incluso con chófer.