el papa Francisco clausuró ayer la trascendental cumbre sobre los abusos sexuales acontecidos en el seno de la Iglesia que durante cuatro días ha celebrado el Vaticano con presencia de cerca de dos centenares de jerarcas católicos, entre ellos 114 presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo. Lo hizo con un discurso claro respecto al reconocimiento del daño causado tanto por los agresores como por la propia Iglesia, que no actuó a tiempo, no atendió debidamente a las víctimas y no denunció los delitos, pero al que los denunciantes consideraron falto de contundencia y de medidas concretas. Es lógico que, sobre todo las personas que han sufrido estos “crímenes” -como los denominó el papa-, opinen que la cita no ha alcanzado algunas expectativas, pero es indudable que se trata de un gran paso más dado por la Iglesia con el objetivo de atajar y poner fin a los abusos, a los abusadores y a quienes los encubren, acompañar y reparar a las víctimas y denunciar y poner a disposición de la justicia a los autores. Del discurso de Francisco sobresalen dos ideas clave que revelan un giro radical a la hora de abordar la cuestión de los abusos. La primera, que, según dijo, “la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes”, lo que sugiere una clara indicación para la denuncia, también ante los tribunales civiles, de las agresiones y de sus autores. Otra idea esencial trasladada por el Papa es la de la necesidad de un cambio de mentalidad dentro de la Iglesia “para combatir la actitud defensiva-reaccionaria de salvaguardar la institución” -en referencia al tradicional encubrimiento- y, de modo más claro, que “ningún abuso debe ser jamás encubierto ni infravalorado (como ha sido costumbre en el pasado), porque el encubrimiento de los abusos favorece que se extienda el mal y añade un nivel adicional de escándalo”. En definitiva, la Iglesia afronta una etapa de combate contra esta lacra tras décadas en las que ha minimizado, subestimado, tapado y encubierto los hechos, lo que ha supuesto un desprecio a las víctimas y a la justicia. La falta de medidas concretas, como exigían los damnificados -que dicen sentirse defraudados-, no debe ocultar el paso dado pero siempre a condición de que se implementen normas precisas y específicas en un futuro lo más inmediato posible.