En la polémica por la exhibición en instituciones de Catalunya de lazos amarillos y esteladas y la exigencia de la Junta Electoral Central (JEC), a reclamación de Cs, de su retirada del Palau de la Generalitat y de las sedes de 8 consellerías parecen enfrentarse un principio característico de la democracia, la neutralidad de las instituciones en todo proceso electoral, y el derecho elemental de la libertad de expresión. Sin embargo, el primero, esgrimido por la JEC, admite matizaciones en su concreción temporal e ideológica; y el segundo, al que sí apeló el Sindic de Greuges (defensor del pueblo catalán) en un informe anterior, de setiembre de 2018, al presentado ayer al Govern de Torra recomendando la retirada de los símbolos, ni siquiera ha sido usado como argumento por la Generalitat, que en su recurso ante la JEC prefirió razonar la amplitud de causas a que han hecho referencia los lazos y la excepcional ausencia de neutralidad en otros ámbitos institucionales y la participación de una formación que se presenta a las elecciones como parte en el proceso que se sigue contra los políticos soberanistas. Pero sin siquiera pretender contradecir esa necesaria exigencia de neutralidad electoral a la que alude el Sindic por parte de -todas- las instituciones públicas, sí cabe ir al nudo de lo exigido por la JEC y cuestionar, por ejemplo, el plazo para la retirada de los símbolos dado por la Junta, toda vez que la exigencia de la Ley Electoral se ciñe al periodo de campaña, que como la misma ley indica da comienzo 38 días después de su convocatoria en el BOE (en este caso el 5 de marzo), es decir, a partir del 11 de abril y no antes, como pretendía la JEC. Ello sin entrar siquiera a considerar la exigencia de libertad de los políticos catalanes traducida en los lazos amarillos tan amplia en la sociedad catalana que su transversalidad puede considerarse no sujeta a siglas y hasta a sentimientos de pertenencia. Así, si al argumento de la libertad de expresión cabría oponer el carácter individual de dicho derecho, no extensible a la representación plural que deben las instituciones, no es menos asumible desde el punto de vista democrático que si a quienes las gobiernan se les puede demandar pulcritud en la neutralidad electoral, la pretensión de atar toda su actividad a una estricta -y muy difícil- equidistancia ideológica es tanto como reclamar la renuncia a principios por los que la ciudadanía les eligió para gobernar las mismas.