na más. La última información sobre las corruptelas de quien fuera Jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón, incide en lo mismo: "Utilizó Patrimonio Nacional para pagar lujos a sus amantes y los gastos de sus palacios, yates y viajes", ha publicado Público en un nuevo capítulo de su investigación sobre la penosa herencia del emérito. Hay más cosas en relación con sus vinculaciones con los regímenes teocráticos islamistas del Golfo y el traspaso a sus cuentas opacas de decenas de millones de euros. Con motivo del aniversario de la huida a Abu Dabi de Juan Carlos de Borbón, ante las investigaciones judiciales abiertas en Suiza, Gran Bretaña y el Estado español, se ha reverdecido el debate sobre la Monarquía con más tono de serpiente de verano que de verdadero análisis sobre su papel, funciones y legitimidad. La polarización interesada del debate dificulta separar el ruido del fondo e impide que la confrontación dialéctica aporten la mínima utilidad. A ello colaboran las iracundas reacciones de la derecha española a cualquier atisbo de clarificación del pasado y el presente de la Casa Real aun habiendo motivos sobrados para una profunda revisión de sus acciones. Hay en entredicho una actividad amparada en la máxima representación del Estado que podría tener un carácter delictivo más allá de la inviolabilidad de su papel como Jefe del Estado. El señuelo que se pretende agitar para eludir el conocimiento de la verdad es un indisimulado nacionalismo decimonónico, alejado del modelo de cohesión y convivencia que debería ser un Estado democrático en el que la legitimidad llega del pacto social que sustenta la ciudadanía y no de la herencia de sangre de sus símbolos. No está sola la derecha en este pulso teatral. Se acompaña de un alter ego en la izquierda que utiliza de igual modo un supuesto sentido de Estadopara evitar profundizar en los hechos. La debilidad de la Monarquía española bebe directamente de las actuaciones de sus máximos representantes, lejos de la función de punto de encuentro que pretende otorgarse a la institución. Y bebe igualmente del manoseo del acuerdo constitucional, interpretado siempre en sentido limitativo que lastra el desarrollo de un Estado descentralizado y plurinacional propio del texto pactado y anulado por la vía de los hechos. La Corona es un mecanismo, no un bien a preservar en sí mismo. Su legitimidad entra en cuestión si su integridad exige un blindaje de impunidad.