l president del Govern catalán, Pere Aragonès, verbalizó ayer un riesgo para la legislatura de Pedro Sánchez que se viene gestando y, hasta la fecha, había sido minimizado por el Ejecutivo de PSOE y Unidas Podemos. La gota que puede colmar el vaso de la desconfianza no es menor y afecta a principios fundamentales del Estado de derecho. El presunto espionaje de decenas de personas mediante el hackeo de sus teléfonos móviles es de una gravedad inequívoca; más aún cuando entre ellas, además de los derechos individuales que asisten a toda la ciudadanía con carácter general, hay cargos electos protegidos por el fuero específico de su representatividad democrática. Sánchez ha venido administrando su relación con los socios que propiciaron su investidura de un modo cicatero. Llueve sobre mojado en la indolencia del gabinete que lidera Sánchez ante las demandas de sus apoyos externos, con cuya confianza ha jugado temerariamente. Ha estirado hasta casi la ruptura demasiadas veces el margen de esa confianza imprescindible que le ha permitido sacar adelante la legislatura. Culminarla con una fractura sería un error que le condenaría ante la explícita estrategia de encuentro de las derechas españolas, que solo ha podido superar hasta la fecha mediante el respaldo de los mismos grupos políticos que hoy le exigen explicaciones. El soberanismo vasco y catalán ha sido un aliado para la estabilidad de un Ejecutivo tansionado internamente por el antagonismo pocas veces matizado de sus propios miembros. El pago a esa fidelidad -que ha permitido sacar adelante iniciativas legislativas y presupuestarias y afrontar la necesidad superior de sacar a la ciudadanía de dos años de pandemia- no ha sido satisfactorio y ahora es, además, preocupante por la pérdida de calidad democrática que acreditaría una operación de espionaje como la que está por aclarar. Se equivocará de nuevo Sánchez si piensa que está blindado por el miedo a la alternativa de la ultraderecha. Quienes han sido más cumplidores con sus compromisos no pueden ser la carne de cañón con la que el presidente se mantenga alejado del desgaste. No hay burbuja de impunidad en un asunto tan serio como la violación de la intimidad de la clase política en una democracia porque su práctica le acerca tanto a la amenaza de las libertades que implica el populismo radical de la derecha que deja de ser un refugio necesario.