Un joven de 24 años, residente en Nueva Yersey (Estados Unidos), que no había nacido aún cuando el ayatolá Jomeini dictó en 1989 la fatua para pedir a sus seguidores que mataran al escritor Salman Rushdie, intentó el viernes cumplir la infame condena y asesinar a cuchilladas al autor de Los versos satánicos, considerado un libro blasfemo por el régimen iraní así como por numerosos fundamentalistas islámicos. El brutal ataque, cometido mientras el afamado autor británico de origen indio iniciaba una conferencia pública en un centro del estado de Nueva York, es una nueva muestra del despiadado y sanguinario alcance de la intolerancia, la intransigencia y el fanatismo de origen religioso radical. Es prueba, también, del obsesivo encarnizamiento con el que los fundamentalistas se toman las amenazas contra quienes considera sus enemigos. No hay que olvidar que Rushdie ha vivido los últimos 33 años entre la clandestinidad obligada por la muy verosímil amenaza que pendía sobre su cabeza –como se ha podido trágicamente comprobar– y el natural miedo constante pese al tiempo transcurrido. El escritor ha simbolizado durante todo este periodo la dignidad y la resistencia frente a la barbarie fanática. Las amenazas provenientes del radicalismo islámico hay que tomárselas muy en serio. Al menos cuatro traductores a distintos idiomas o editores del libro de Rushdie han sufrido graves ataques en este tiempo. Se trata de la misma motivación que ha impulsado otros atentados de similares características como el que tuvo lugar contra la revista satírica Charlie Hebdo en París, de trágicas consecuencias. El objetivo de estos crímenes no es solo acabar con la vida de personas consideradas blasfemas, sino generar un miedo colectivo que impida cualquier manifestación que contradiga ciertas ideas o doctrinas. Es decir, frenar la libertad. No cabe mayor muestra de intolerancia y fanatismo. La juventud del autor del ataque, y que contrasta con el largo tiempo transcurrido desde la polémica por el libro –provocada, además, aunque sería lo de menos, por una mala traducción del título– no hace sino abundar en el peligro intrínseco de la intransigencia. La obscena actitud de la prensa iraní adscrita al régimen y el silencio cómplice de los clérigos ante este atentado son muestra inequívoca de la necesidad de combatir, como hizo Rushdie, esta intolerancia satánica que sigue vigente avanzado el siglo XXI.