Las expectativas en torno a la comparecencia del presidente Pedro Sánchez ante la Comisión del Senado dedicada a los casos de corrupción que afectan al exministro José Luis Ábalos y otros excargos del PSOE se mostraron ayer irracionalmente infladas a tenor del contenido de la comparecencia y el desempeño de sus participantes. A instancias del Partido Popular, se constituyó un foro desde el que proyectar la estrategia de desgaste y acoso al Gobierno del Estado pero cuya utilidad práctica para el servicio a la ciudadanía es escasa o directamente nula.

El caso está judicializado y, en consecuencia, ningún compareciente va a anticipar en comisión parlamentaria información de interés que permita clarificar ningún extremo de la investigación hasta que la propia Justicia no ofrezca siquiera la interpretación del instructor del sumario. Esta es una constante que ha lastrado en el pasado experiencias similares y que ha acabado por reducir la función de control político, que está en la lógica de una comisión parlamentaria, a una mera herramienta de escenificación ante la opinión pública. Será correcto y oportuno analizar las eventuales implicaciones políticas que se deriven del establecimiento de una verdad judicial sobre el caso cuando esto se produzca. Entretanto, la sucesión de especulaciones y juicios de valor en busca de provocar o defenderse de la criminalización de los comparecientes va en detrimento de la propia institución.

El tono, lo escuchado y lo pretendido en la sesión de ayer refuerzan la incómoda sensación de que las herramientas de las que el poder legislativo se dota para sus funciones acaban instrumentalizadas y vaciadas de contenido. Se equivoca el PP al maltratar esas instituciones que aspira a liderar y en asentar una contracultura democrática que no terminará con un eventual cambio de gobierno sino que seguirá afectando al sucesor de Sánchez y, lo que es más grave, al conjunto de la ciudadanía. Si se resta a la función de control la dignidad de ser eficaz y se limita a manejarse como una tramoya vacía de utilidad, se debilita su imagen. El ruido está deteriorando no ya a los partidos que lo practican sino a las propias instituciones en las que se estructura el poder democrático y representativo de la voluntad ciudadana. No hay democracia si los políticos no preservan sus instituciones.