incluso durante el embarazo se es padre de oídas. Porque por mucho que a uno le cuenten, por mucha atención que se preste a las andanzas de los progenitores circundantes, sólo se asume todo el peso de la responsabilidad cuando el primer vástago te mira a los ojos. A partir de ahí se es padre todos los días, a todas horas. Estén los hijos e hijas delante o lejos. Festejando sus progresos y sufriendo sus contratiempos con mucha mayor intensidad que si unos y otros fuesen propios. Siempre alerta, siempre a disposición. Escrito sea con todo respeto a quienes han decidido no procrear -y con un punto de envidia en determinados momentos-, la paternidad aporta plenitud a la existencia, por enriquecernos emocionalmente y por potenciar nuestras fortalezas, amejorándonos. Tanto más cuanto mayor sea el nivel de compromiso con la prole, asumiendo las tareas de cuidado y supervisión sin distingos de roles, implicándose en la crianza con criterios opuestos a los de aquellos padres cuya única función radicaba en proveer de bienes materiales y que actuaban como capataces despojados de cualquier sensibilidad. Qué mejor testimonio para los hijos e hijas que nuestra generosidad y nuestro ejemplo, sin esperar nada a cambio pero gozando con el afecto de vuelta. Ser padre compensa. Mucho. Aunque a veces duela.