bienvenida la fragmentación política por caracterizar a sociedades complejas, en tanto que plurales y con un acendrado sentido crítico, en contraposición con el errático bipartidismo típicamente maniqueo. Sin embargo, esa riqueza de propuestas pierde su efecto benefactor si a la hora de conformar gobiernos deviene en un bloqueo por una concepción maximalista de la política, del todo o nada, del conmigo o contra mí. Así que el voto debe sustentarse como siempre en la variable de la simpatía por un partido -a menudo condicionada por la tirria a otra sigla- y ahora más que nunca en un serio análisis de utilidad para que el programa escogido pueda materializarse en gestión de la cosa pública mediante los imprescindibles acuerdos transversales con quienes piensan distinto y en ocasiones lo contrario. La cuestión es que desde la perspectiva del interés general resulta improductivo votar a los radicales, con sus recetas simplistas para problemas intrincados, ese populismo de trinchera que excita las más bajas pulsiones. El voto emocional y aun inguinal puede constituir una liberación terapéutica, sí, pero sólo procura soluciones razonables las ideologías con vocación pactista hasta los bordes mismos de sus principios. Desde el respeto a la verdad y al adversario y, por consiguiente, al electorado en su conjunto.