ya he escrito en alguna ocasión que ya se sabe que del día de las alabanzas hay que guardarse. Sobre todo porque no tiene vuelta atrás ese día y aún más porque ni siquiera el alabado tiene capacidad de defenderse de esas alabanzas. En este caso, el de Alfredo Pérez Rubalcaba, él mismo me lo pone fácil. Cuando anunció su abandono de la actividad política para regresar a la universidad a impartir clases y ante la avalancha de reconocimientos, en su propia opinión la mayoría desmedidos, dejó aquella inteligente frase de en España se entierra muy bien. Me pareció entonces, y por eso lo recuerdo ahora, una respuesta adelantada en vida a lo que sabía que ocurriría un día como hoy, cuando ya ni puede sonreír al comprobar el alcance ridículo y exagerado de algunas o muchas de ellas ni tampoco ironizar o molestarse con quienes las enumeran. Ese estar ausente definitivamente parece una ventaja. Siempre he visto a Rubalcaba como uno de esos personajes de la política de altas instancias que estaba mucho más allá de donde aparentaba estar. Se puede traducir a esa idea tan manida de hombre de Estado. Lo que no es necesariamente mejor ni siquiera bueno. Pero es cierto que los estados, así en general, necesitan de hombres a su servicio que salvaguarden sus intereses y eviten las derivas hacia el desastre. Quizá en eso se eche en falta hoy en Madrid a Rubalcaba. No voy a juzgar a Rubalcaba ni bien ni mal. Solo recuerdo que de muy joven tenía una pegatina con una frase suya en Suresnes defendiendo el derecho de autodeterminación. Supongo que sería verdad. Y recuerdo aún con peor gusto de Rubalcaba, cuando estaba al frente de Interior con Zapatero, que Garzón ordenó la detención de Pablo Muñoz, director de DIARIO DE NOTICIAS en ese momento, en plenos Sanfermines, se le aplicó la detención incomunicada en unos calabozos de Madrid y la ley antiterrorista durante 72 horas sin razón alguna. Y Muñoz no fue una excepción. Es lo que tienen los hombres de Estado, que anteponen el Estado a las líneas rojas de la democracia.