El viejo tren renqueaba arrastrando los vagones Despeñaperros arriba. Era verano, éramos muy jóvenes y traíamos el equipaje lleno de nuevas experiencias, de gentes recién conocidas, de pueblos blancos y de secretos compartidos. Con la nariz pegada al cristal tratábamos de penetrar en el paisaje iluminado por la Luna mientras intentábamos desentrañar lo que depararía el futuro inmediato. El pasillo era un espacio cosmopolita de viajeros cosidos a mochilas. El traqueteo acompasado de las ruedas deslizándose por los raíles llenaba los momentos de silencio. Era de noche, el mar iba quedando cada vez más lejos, los últimos restos de la arena de la playa hacían cosquillas en los pies y el tiempo caminaba lento como la máquina tractora del convoy. La luz de los vagones proyectaba al exterior fotogramas de película antigua al avanzar entre la secuencia interminable de postes. Esa noche la tengo grabada en la memoria, como otras en las que pasaron cosas que te marcan de por vida. Escenas que con el tiempo no sabes distinguir si ocurrieron tal como las recuerdas o como te hubiera gustado que sucedieran. Noches en las que eres víctima del hechizo de la Luna. Como hoy.