Laura, una joven granadina de 24 años está siendo -con permiso de Sánchez, Iglesias y el resto de sus distinguidas señorías- protagonista involuntaria de la semana al ser desalojada de un avión que cubría la ruta Palma-Barcelona poco antes de despegar. “Así no subes. Ve y cómprate algo”, le espetó de malas maneras un empleado de Vueling. Su delito era ir vestida con deportivas, falda y body negros sin transparencias. En una decisión tan arbitraria como surrealista el comandante de la aeronave alegó problemas de seguridad y que la vestimenta superior era un bañador. Prenda, a su juicio, inadecuada para volar. Ni las quejas solidarias de muchos pasajeros hicieron mella en el piloto inquisidor. Estamos muy acostumbrados a las cacicadas de las aerolíneas, pero que se conviertan en guardianes de la ortodoxia en la vestimenta (este verano ya ha habido varios casos obligando a pasajeras “a taparse”) pasa de castaño a oscuro. Argüir cuestiones de seguridad o recato en cuestiones de indumentaria asumidas social, normalizada y mayoritariamente -casualmente siempre a mujeres- es una excusa anacrónica con indudable carga autoritaria y machista. Tanta arbitrariedad para imponer qué ropa es apropiada o no y por qué razón; cuál es el límite del decoro o el buen gusto; y los límites a lo largo o ancho de una prenda es un despotismo que raya en la ilegalidad.