He visto algunas fotos de la cuestación del Domund realizada ayer en pueblos y ciudades. Me han llamado la atención las huchas. Tan asépticas. Tan alejadas de todo lo que pudiera ser catalogado como la caricaturización de otras razas. Porque cuando yo era crío, nos echaban a la calle con unas huchas que eran cabezas de asiáticos o negros con una ranura a la altura del cráneo. Tan natural. Pedíamos una donación “para los chinitos” porque entonces todas las gentes con los ojos rasgados eran chinos para nosotros, aunque fueran japoneses o filipinos. Los vecinos contribuían y también los trabajadores de las fábricas, asaltados al final de su jornada. Era una competición por ver quien recaudaba más. Los misioneros -y en el pueblo había algunos- lo agradecerían, según nos decían. No pedíamos cuentas. Ahora, las huchas son azules y neutras. Y posiblemente made in Taiwan, aunque no puedo asegurarlo. Si es seguro que lo recaudado no irá con destino a China, porque China ya está asentada aquí al lado, en bares y comercios, y donde no llegó la predicación del catecismo lo hizo el capitalismo, doctrina con indudable éxito este siglo en suelo marxista o maoísta. China, decía, nos ha enviado ahora a sus misioneros pero el objetivo de la recaudación ha cambiado poco: nosotros seguimos echando dinero a su hucha.