s un mantra estos días las preguntas que se hacen analistas, columnistas, periodistas, ciudadanos... para despejar las dudas de si cuando termine esta crisis sanitaria y las que le sigan después habremos aprendido algo. Que vamos a aprender lo doy por hecho. La pandemia del coronavirus nos ha introducido en un tiempo de aprendizaje continuo de las fortalezas y debilidades de nuestra sociedad. Desde el conocimiento, la ciencia y la investigación a la convivencia vecinal, en el trabajo, la familia o las relaciones sociales. El paso de un tiempo a otro con la incógnita de hacia dónde vamos y hasta donde llegaremos exige también aprender a tomar decisiones nuevas. Pero la reflexión sobre si aprenderemos la lección va más allá. Se refiere a si continuamos el camino hacia adelante con la lección aprendida o regresamos a las viejas andadas que ahora nos han mostrado un sistema repleto de errores y carencias para afrontar con las máximas garantías una pandemia que se echó encima de forma inesperada y a toda velocidad. Me gustaría alinearme con quienes piensan que al menos parte de la lección aprenderemos y que asumido que habrá cambios importantes en el mañana que ya llega, estos serán a mejor en vez de a peor. Es evidente en este momento de tensión y crisis global y generalizada que la colaboración cívica y la solidaridad aportan más ganancias que el camino del individualismo, autoritarismo e insolidaridad que marcaban las pautas del poder económico y político actual. Pero aún en una situación de esta gravedad aparecen los jetas, los más listos, los pícaros de mierda, los aprobetxategis, los egoístas, los que saben hacer negocios como nadie cuando el barco se hunde, los especuladores... de la política, de la empresa, del negocio, de los mercados, de la banca. No son solo grandes nombres conocidos y públicos. Son tipos anónimos sin escrúpulos. Los mismos que alardeaban antes de defraudar impuestos ahora alardean de traficar con mascarillas. Y además son los que más hablan y más alto dan las lecciones. Las lecciones que ya conocemos porque nos han hecho aprender antes y no debiéramos repetir. Por eso, me cuesta quitarme del pensamiento esa vieja idea de que la memoria es débil y de corto recorrido. Sobre todo cuando se trata de recordar aspectos negativos del pasado, sea más o menos reciente. Y estas semanas son un tiempo que casi todos afrontamos perplejos. Como superados por unos acontecimientos que han removido los cimientos de un modelo de vida que al menos una mayoría sobrellevaba con más comodidad que incomodidad. Quizá la mayoría de los ciudadanos asuma una buena parte de la lección, la positiva, la que muestra la necesidad de priorizar aquello que hace mejor -más humano, más cercano y más fácil-, el mundo en el que vivimos y convivimos. Pero dudo, y más aún cuando escucho a algunos líderes políticos, a dirigentes de las grandes corporaciones, a prepotentes banqueros, a los lobbies de presión de los insaciables intereses particulares y a los altavoces políticos y mediáticos de todos ellos, que esas elites estén interesadas en que lo aprendido de esta crisis se traslade a la práctica. No necesitan aprender nada. Se acomodan aún mejor a las crisis como a una barra libre para especular, enriquecerse y asaltar los bienes públicos. Su lección ya la tienen aprendida. Su libro siempre comienza igual: Y qué hay de lo mío.