os seguimos descolgando en esta lenta desescalada pero el regreso a la normalidad lo veré más cerca cuando los jardineros adecenten el seto que cierra una de las esquinas de la plaza. Estas semanas de confinamiento han engordado su frondosidad y así como los humanos no podíamos acudir a la peluquería, a ese largo poliedro vegetal le han crecido las ramas en ausencia de unas buenas tijeras de podar. El armazón ha ido avanzando hasta invadir la rampa de acceso y disputar el espacio a los peatones. Al seto le ha pasado como a los animales: no perciben más rastro de vida que la propia y pierden el miedo y las formas. Salvando los brotes descontrolados de hierbas y matojos, a la naturaleza le ha sentado bien este parón. Lo dicen los controles de emisiones y la percepción de las carreteras sin coches y de los cielos sin aviones. No es solo el aire que respiramos, sino también los ruidos que no oímos. Comparto también esa sensación expresada por muchas personas que ahora, con los cambios de fase, comienzan a echar de menos el silencio que nos acompañaba durante horas. Vuelven los humos y la contaminación acústica. Lo que ganamos por un lado en salud con el control de la pandemia lo volveremos a perder por otro con nuestras agresiones diarias al medio ambiente y la inacción de los gobiernos. En lugar de aprender a leer el mensaje escrito entre las hojas de las plantas, acabarán arrancando el seto si no hay presupuesto para el mantenimiento o, simplemente, porque molesta. Y así con todo.