A falta de certezas judiciales, porque los presuntos delitos que se ventilan bien pudieran haber prescrito, ha arraigado la convicción general de que el rey emérito fue un trincón que escondió millonarias comisiones al fisco del Estado cuya jefatura ostentaba. Caricatura de un jetas, también en la privacidad de las alcobas que frecuentó, que ahora vive tan oculto como su fortuna. Perdido para la causa monárquica el Borbón padre, quienes apuestan por blindar la Casa Real abren como cortafuegos el debate sobre la abolición de la inviolabilidad que Juan Carlos I aprovechó para sus andanzas. Como si el problema se redujera a que Felipe VI sea impune a efectos prácticos -cuando hasta hoy no responde al perfil de frescales del progenitor por controvertida que resulte su ejecutoria- en lugar de obedecer al pecado original del déficit de legitimidad de la institución ante la ausencia de refrendo ciudadano directo. Ciertamente, podría suceder que la eventual consulta sobre la Monarquía consagrase su continuidad y que incluso en caso contrario las urnas alumbrasen en el futuro algún presidente de la República lamentable. Pero es hora ya, medio siglo después de que el dictador Franco designase sucesor al entonces príncipe anteponiendo la genética real a la ética democrática, de que se reconozca al sufrido pueblo español la madurez suficiente para decidir si está conformado íntegramente por personas de sangre roja sin privilegios vitalicios por razón de cuna. Es nuestro derecho, el de todas y todos, sin distinción de ideologías.