ras tanta pandemia, con la impotencia que comporta ante el sufrimiento y frente a la estupidez, uno se encomendó a agosto con la fe del carbonero popularizada por Miguel de Unamuno. Craso error, más porque en verano nadie cuenta con la obsolescencia programada. Y menos con que la vida útil del frigorífico expire justo en plena ola de calor y además por la rotura del motor, lo que conlleva su sustitución precisamente cuando los servicios técnicos y de transporte se hallan capitidisminuidos. No como sus tarifas, por cierto. Total, que entre pitos y flautas una semana entera bebiendo agua tibia y comprando al día hasta el advenimiento del frigo, recibido con aplausos y vítores. Poco duró la alegría en la casa refrigerada. Pues la cosa se puso en apenas 72 horas tan caliente como que el coche feneció, achicharrado. Qué más podía salir mal. Por ejemplo, que la avería fuese primero técnicamente compleja de identificar y luego cara de reparar. Bingo. Turbo totalmente gripado y 1.500 euros por el nuevo más la mano de obra. Como comprenderán, contaba las horas para volver a trabajar. A ver si con el regreso a la rutina cambia la racha y además gasto menos. Y no en cervezas y otros disfrutes estivales, como inocentemente planeé, sino en costosos arreglos. Y en luz, claro.