s increíble cómo se endurece la mirada. Cómo normalizamos situaciones dramáticas, cómo sorteamos el dolor ajeno. Hemos aprendido a mirar sin ver, a oír sin escuchar, a leer sin retener, a sentir sin padecer. Pero la realidad es tozuda y no desaparece aunque no la mires. Solo con una coraza de insensibilidad social se puede pasar de largo ante la muerte en Barcelona de una pareja y sus dos hijos pequeños, uno de tres años y otro de meses, en el incendio del local en el que a falta de una vivienda digna malvivían. No era una casa, pero era su hogar, el único al que podían acceder, en un país en el que, ironías de las palabras, la vivienda es un derecho. Eran inmigrantes y subsistían con lo que podían, y según las personas que les atendían, cuidaban de sus hijos y les querían, como cualquier otra familia de esas que sí miramos cada mañana, familias "normales" con casa propia. Vivían en el centro de la ciudad pero eran invisibles a ojos que no quieren ver, esas instituciones que ven pero pasan página rápida del expediente sin buscar soluciones a auténticos dramas hasta que es demasiado tarde. Violeta, Shaky, Arsalan y Zhara. Así se llamaban, llevaban meses viviendo en una antigua sucursal bancaria ocupada por personas sin techo. Habían pagado 700 euros a la mafia para poder estar allí. 88 veces habían visitado los servicios sociales a esta familia en ese lugar. 88 veces habían constatado la pobreza en la que residían, pero nada sirvió para evitar una tragedia evitable.