o tengo conocimientos ni criterio suficientes para escribir un análisis fundado sobre la crisis en Ucrania. De la ingente cantidad de opiniones, análisis, entrevistas y documentación que circula por los medios intento seleccionar a aquellos periodistas, diplomáticos o expertos en relaciones internacionales que me generan confianza. Pero la diferencia de posiciones y predicciones se agranda conforme pasan los días. Por eso, voy a escribir unas letras sobre algo más simple, pero también más humano y menos denso. La guerra es una mierda. Formo parte de la generación del ¡No a la guerra! y aún recuerdo aquella frase de Anguita de malditas las guerras y los canallas que las hacen. Se dice que la primera víctima de la guerra, antes incluso de comenzar, es la verdad. Y es cierto. Basta recordar, por no ir más atrás en el tiempo, la gran mentira de Aznar y sus conmilitones de la foto de las Azores sobre las armas de destrucción masiva en Irak. Nunca existieron, pero fue la excusa para iniciar una guerra que casi 20 años después sigue dejando un largo lastre de muerte. O la mentira de la invasión de Afganistán en nombre de la democracia y los derechos humanos. Al menos, ahora sabemos que las guerras de la OTAN no tienen nada que ver con la democracia ni los derechos humanos. Las razones son otras. En Ucrania parece mandar la geopolítica con el avance de la OTAN hacia el este que incomoda a Rusia y con la batalla de este siglo XXI por el control de recursos naturales como el gas. De fondo, la inflación que amenaza las economías mundiales. Y me molesta la frivolidad con la que personajes de tres al cuarto pontifican con un exaltado ardor guerrero en favor de la guerra. Lo hacen con el mismo griterío que cuando opinan sobre la campaña de la anchoa en el Golfo de Vizcaya. Ninguno de ellos, por supuesto, va a ir voluntario a primera línea. Patético e indigno. Si la verdad es la primera víctima, los soldados que revientan en la batalla y los civiles -la mayoría mujeres, niños y niñas y ancianos-, son los grandes pagadores de la frivolidad bélica. Bien porque son asesinados como daños colaterales. Qué expresión tan inhumana y asquerosa para encubrir lo que son crímenes de guerra. Bien porque terminan como refugiados olvidados en campos de miseria. A mi, como a Abascal, tampoco me esperan ni en primera ni en cuarta línea. En su caso, por vago. En el mío, no ya por la edad, que también en este caso es un valor. Si no porque estoy exento para las labores militares desde 1983 por cobardía. Fue la respuesta que me envió el entonces ministro de Justicia del primer Gobierno de González, Fernando Ledesma, junto a una apresurada amnistía para intentar parar el movimiento antimilitarista -luego llegarían la prestación sustitutoria y la insumisión-, que me alcanzó tras haberme declarado unos meses antes objetor de conciencia a la mili. Presenté la misma declaración que entregaban los cuáqueros en EEUU para objetar a la Guerra de Corea en los años 50 del siglo pasado. Lo cierto es que sirvió. Y aquí sigo, un cobarde tan contento que recuerda a los miles de muertos y asesinados en Irak, Afganistán y las decenas de guerras injustas e inmorales activas en el mundo que suman miles de víctimas inocentes que ya no tienen siquiera un segundo más de vida. La guerra solo trae destrucción, muerte y miseria. Una interminable fila de perdedores.