Una de las primera cosas que hice el 8 de julio fue comprar unas zapatillas blancas. El día anterior sonó la señal de alarma: como piel quemada por el sol, fui sembrando el suelo de la redacción con restos de las suelas de las playeras. La andada del día 6 había hecho estragos en el calzado, guardado con la ropa blanca, pañuelos y fajas desde agosto de 2019, cuando acabaron las fiestas del pueblo. El paso del tiempo y casi tres años de falta de uso habían deteriorado el material, que no pudo resistir el primer envite grande y colapsó. Había que renovar el vestuario. No se me ocurre una metáfora mejor para describir lo que han supuesto estos Sanfermines, los de la recuperación. Yo creo que todo el mundo barajaba en las vísperas una doble duda: como responderían las fiestas tras el parón y cómo responderíamos nosotros. Salíamos del cajón de la pandemia con la mente y los recuerdos de antes pero con el cuerpo de ahora. También había una indisimulada ansiedad por recuperar el tiempo perdido. Tras nueve días, el cambio de piel es evidente en las gentes de más edad, algo menos en unas fiestas que siguen cabalgando sobre el modelo tradicional y asimilando lo que traen los nuevos tiempos. Las zapatillas han aguantado y solo espero que el próximo par venga provocado por el desgaste y no por el abandono.