los días mundiales tienen su aquel. Hay quienes opinan que no sirven para nada, hay quienes piensan que son el epicentro de todo y hay quienes, como yo, creemos que (según cómo se enfoquen) pueden servir como altavoz para la sensibilización en relación a un tema. La cosa es que en cada mundillo existen unos días mundiales más o menos celebrados. En mi caso, como en el de la gente que nos movemos en el mundo de las asociaciones gitanas, pro-gitanas y antirracistas, una de estas fechas clave es el ocho de abril. Sin extenderme demasiado, diré que el 8 de abril se constituye en el Día Mundial del Pueblo Gitano para conmemorar el I Congreso Mundial Gitano celebrado en 1971. En éste se institucionalizan la bandera y el himno (en memoria del genocidio gitano perpetrado por el nazismo). También se estandariza el romanés como lengua del pueblo gitano en todo el mundo.
Pero no es esto lo que yo quería explicar. Lo que me lleva a escribir estas líneas es la resaca mental y emocional que este 8 de abril de 2014 me ha producido. Y es que ésta ha sido para mí una semana marcada por los comentarios simplones, prejuiciosos y racistas que he tenido que escucharme acerca de lo gitano y de los gitanos.
No voy a dignarme a reproducir aquí estos comentarios porque me enciendo solo de recordarlos y porque, tristemente, cualquiera que esté leyendo esta carta sabe perfectamente de lo que hablo. En el mejor de los casos, se trata de generalizaciones de comportamientos individuales a todo el grupo y, en el peor, de puras mentiras que, desgraciadamente, parecen estar en boca de gente de toda ideología y condición. Este discurso ni mucho menos se reduce a las observaciones de la gente de a pie. Muy al contrario, diariamente se retransmite, en los medios de comunicación, entes profesionales que producen y reproducen este imaginario de estereotipos y prejuicios sobre lo gitano. Así, desde distintas instancias, en la sociedad se juzga cotidianamente a la otredad gitana como primitiva, malvada, o simplemente inferior. En todo caso, ni de lejos a nuestro nivel de desarrollo, inteligencia o pulcritud. Y a eso, señoras y señores, se le llama racismo.
En mi resaca, me da por pensar en qué tristemente injusto es este modelo de sociedad y lo asumido que tenemos el asimilacionismo. Pienso en cómo no aprendemos que la pelota de la desigualdad siempre acaba, de un modo u otro, volviendo a nuestro propio tejado. Porque, si bien yo no soy gitana, los gitanos y gitanas son mis vecinos y vecinas, es decir, formamos parte de la misma comunidad. Y cuanto mejor estemos todos y todas, cuanto más horizontales sean nuestras relaciones, mejor será también para mí. Por eso, aunque no se dirijan a mí, los comentarios prejuiciosos, racistas y antigitanos me insultan, como me insultan la homofobia, el machismo o la discriminación por razón de origen. Este tipo de actitudes me atacan también como pieza que soy de este entramado de relaciones al que llamamos sociedad. Y atacan además aquello en lo que creo, los fundamentos de la sociedad igualitaria y equitativa en la que desearía vivir.
Lo que más me preocupa es observar cómo cantidad de personas no se dan cuenta de la violencia que estos planteamientos suponen para una parte de nuestra comunidad. Cuando pedimos a los gitanos y gitanas que se integren, me pregunto: ¿cómo pedirle a alguien que se sienta parte de quien le insulta, de quien le demuestra cada día su desprecio, de quién le hace sentirse extranjero en su casa?
No quiero entrar a discutir lo que los gitanos y gitanas son, lo que hacen o lo que no hacen. No quiero entrar a explicar si tengo o no un amigo gitano o si conozco a una gitana que es muy trabajadora. No tengo que justificar nada. No hace falta, porque este tipo de comentarios se caen por su propio peso. Quiero hacer un llamamiento para que todas y todos los payos hagamos un análisis más profundo de estas cuestiones. Por una parte, de las causas socioeconómicas de algunas cuestiones, que ni son genéticas ni culturales, ni extensibles a todos los gitanos y gitanas. Pero, sobre todo, acerca de los prejuicios racistas que, como secuoyas gigantes, a menudo no nos dejan ver el bosque. Prejuicios que nos hacen negar a ese otro gitano como sujeto social y como persona individual; y que nos sirven para justificar su posición de marginalidad, relegándole a las migajas del asistencialismo.
Si para empezar a visibilizar la violencia contra las mujeres fue necesario que el feminismo nos pusiera las gafas violetas; me pregunto qué gafas nos hacen falta para hacernos conscientes del racismo que hoy y aquí ejercemos sobre los gitanos y gitanas.
SOS Racismo Nafarroa