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El valor de la sinceridad

Al margen de la imposibilidad práctica y la conveniencia moral de decir siempre la verdad -entendida como el acuerdo entre el pensamiento y la expresión del mismo a través del lenguaje-, tal y como lo exigiría el imperativo categórico kantiano, el hecho de hacerlo ha sido considerado una obligación moral que, como tal, ha estado recogida en los códigos habidos en las distintas culturas a lo largo de la historia (Código de Hammurabi, los Diez Mandamientos, El Corán, leyes de Manu?). Quizás exista o haya existido una cultura en la que la sinceridad/veracidad no fuese un valor moral, pero debo reconocer que yo lo desconozco. Lo que sí puedo afirmar es que en mi experiencia personal la sinceridad era un valor en el que intentaron educarme, tanto en el entorno familiar como en el escolar, y que mentir era objeto de castigo, reprimenda o reconvención. Cierto es, también, que se distinguían niveles y que incluso se nombraba una salvedad a esa obligación, cual era la de respetar un valor superior (por ejemplo la vida, es decir, cuando decir la verdad podría suponer poner en riesgo la propia vida o la de otras personas).

Es cierto que los valores cambian con el paso del tiempo, y que lo que en un momento se considera sagrado, pasa a ser, en otro, algo falto de valor (por ejemplo, y en nuestra cultura, llegar virgen al matrimonio, o el propio matrimonio). Sin embargo, la veracidad no es un valor cualquiera, es el que sustenta a todos los demás. Ningún valor ético puede afirmarse desde la hipocresía o la mentira, a no ser que sean éstas las que se consideran valores.

Hoy, en el ámbito de la política, vivimos en el reino de la mentira y de la hipocresía. En efecto, se promete lo que se sabe que no se puede cumplir, se manipula la información para atacar al enemigo político y, de paso, engañar a la ciudadanía; se modifica el significado de las palabras para adaptarlas a los intereses particulares, se trampea con los bienes públicos para hacer negocios privados bajo la falsa excusa de un mayor beneficio para la sociedad?

Es cierto que ese comportamiento no es universal y que muchas personas dedicadas a la política no se identifican con él, pero no cabe duda que es el que ha triunfado y se ha impuesto en la confrontación política desde el franquismo hasta la actualidad. Ha ganado Maquiavelo.

Lo peor, sin embargo, no es la constatación de que la mentira y la hipocresía se hayan adueñado de la vida política, sino que ambas impregnen la mayoría de las relaciones sociales. La confianza, que es la base de las relaciones verdaderamente humanas, es un bien muy escaso hoy en día, y gran parte de la ciudadanía asume como propias las actitudes de quienes son sus referentes políticos, porque, ¿no es eso justamente lo que significa representación política? ¿No se nos ha dicho, por activa y por pasiva, que con nuestro voto elegimos a quienes nos representan, es decir nos sustituyen? Si los elegimos será, en buena lógica, porque proyectamos en ellos lo que nosotros somos o porque nos identificamos con la imagen que ellos proyectan. El resultado es obvio: por una parte, escuchamos en el mensaje del partido más implicado en la corrupción decir que ésta va implícita en la condición humana, y, por otro lado, parte de la ciudadanía justifica sus comportamientos insociables acudiendo al paradigma de sus representantes.

A la vista de todo lo anterior, surgen las preguntas de cómo se puede revertir esta situación, si habrá que acudir como siempre, cuando las cosas van mal, a la educación para que ayude, o si no será demasiado exigirle, dados los escasos medios y reconocimiento social de que dispone y las múltiples tareas que se le asignan. Quizá lo más efectivo sería el descrédito y el alejamiento de la vida política de todas las personas que utilicen el engaño en los asuntos públicos, pero, claro, muchos de quienes deberían hacerlo posible mediante leyes serían la zorra en el gallinero. Así que sólo queda la esperanza de que sea la ciudadanía la que asuma que hay que restituir en la vida pública el valor de la veracidad, expulsando de la gestión pública a quienes mienten en sus promesas o en sus decisiones.