La primera ojeada que uno hace del comienzo de este nuevo año, quizá algo superficial y exploratoria, produce cierto desasosiego. Es, obviamente, una prospección rápida, trémula, inquieta y algo confusa, pues en el horizonte no hay atisbos del fin de la crispación social ni del triunfo del diálogo ni una clara apuesta por la cohesión y justicia social. En el paisaje político se ve una abrumadora presencia de la derecha política, casi no hay otra cosa, en la que siguen ahí esas gentes modernas en sus formas y muy conservadoras en sus decisiones. Sigue siendo tal la virulencia, la constante soflama desacreditadora y provocativa que impera en la derecha contra la izquierda y contra los nacionalismos que la convivencia pacífica amenaza quiebra. Y es que la crispación sistemática alimenta el enfrentamiento e interfiere gravemente en el buen funcionamiento de la democracia, ese sinfín de vapores bienolientes y amanecidos de un nuevo sistema de respirar y no solo de vivir o de gobernar. Pero la derecha siempre trabaja a favor de los suyos y procura el triunfo de los más fuertes o los más inmorales mientras los pobres comen de su hambre. En fin, parece que nos seguirá dando baños de españolismo aburrido, satisfecho, mediocre y al borde de la ordinariez. Y es que la derecha es española hasta las cejas y patriota hasta las cejas. La izquierda es, al parecer, tan solo un invitado en el festín patrio. El resto, el electorado, va de recental, a cosa hecha, al grito pelado de más vale malo conocido que bueno por conocer. La vulgaridad siempre hace mucho bulto. También asoman en la escena política trasnochados franquistas que reclaman la desmemoria histórica, ahora que su relato parecía chatarra de desguace. Y es que renace en su granítico ideario una nostalgia errática y prolongada respecto de aquel hombre, el caudillo, y sus malévolas perpetraciones. Más de lo mismo. Simple y peligrosa aliteración. Lo cierto es que esa multitud fanfarrona que concurre en la calle al amparo de ciertas alegorías preconstitucionales le falta sentido de la realidad, que no es otra cosa que desprecio hacia la democracia. En fin, España no es una fiesta, cosa que nunca escribió Hemingway. Vamos, que si el Padre Llanos, aquel jesuita comunista tocado con una boina a lo Che Guevara, levantara la cabeza, arremetería indignado contra esa consciente y voluntaria intromisión política de la ultraderecha fascista que pretende asfixiar la democracia. Y en esas estamos.
Mientras el capitalismo corrupto y salvaje, ese buitre rapaz e insaciable, carroñero de pico corvo, que devora hasta la última gota del bienestar de los más vulnerables, arrastra a esa lista interminable de gentes que constituyen el centón de la vergüenza nacional a buscar un pedazo de pan con el que llenar sus vacíos vientres y por las noches un lecho de cartón donde dormir. Más de tres millones de desempleados y más de once millones de pobres, muchos más de mil como se ve, se han convertido en el inventario embarazoso de esos que viven con unos pocos euros toda su vida. En definitiva, millones de personas representan una inquietud social difusa, casi incorpórea, que parece renunciar a aquello que les corresponde y que el capitalismo corrupto les roba. Nuevo siglo, pero más de lo mismo. Simple e injusta aliteración.
En fin, uno que ha leído los evangelios canónicos e incluso alguno apócrifo, y no lo digo por presumir pues en esta sociedad disparatadamente competitiva muy pocas cosas procuran réditos curriculares, es de la opinión que cuando la justicia social falla, las empresas humanitarias que la pretender suplir se hacen necesarias. Es, no obstante, paradójico que, ahora que algunos adelantan la muerte de las ideologías, haya que recurrir a la caridad, que la hay, cuando lógicamente la izquierda debería ser más necesaria que nunca. Sin embargo, la izquierda fragmentada, lo cual viene siendo una vieja tradición histórica, parece haber perdido el norte y quizá también el sur. Y es que la izquierda fáctica, la de ahora, pues la izquierda ideológica se va disipando en absurdas luchas internas, practica algo así como el liberalismo social. En efecto, tras años de deriva socialdemócrata, el travestismo político ha llegado a la gran fiesta de máscaras, en la que la izquierda y la derecha, sobre todo en lo económico, ofrecen casi las mismas recetas. En las últimas décadas, la izquierda ha puesto de manifiesto una falta de vigor y de lucidez preocupante. En el origen de este desfallecimiento político está un singular reparto funcional según el cual a la derecha le correspondería gestionar la realidad con eficiencia mientras la izquierda disfruta, sin competencia alguna, del monopolio de la utopía y la ilusión. Y así, no es extraño que la gente esté confusa y desorientada, sin saber a quién votar. Y quizá por costumbre, inercia o recomendación eclesial vote a la derecha. Y es que elevar tal o cual prestación social poco aporta a las clases trabajadoras, apenas seduce a los electores de clase media y deja indiferentes a los desempleados, a los sin techo y a los jubilados. Seguramente todos ellos esperaban algo más, como que el socialismo rampante continuara siendo socialista, pero todos sus sueños de transformación de la sociedad flotan hoy a la deriva. Es pues de sentido común que se busque otro centro de gravedad que saque a la izquierda del caos ideológico y de la división en la que está sumida. Nuevo siglo, en efecto, pero más de lo mismo. Simple aliteración.
El autor es presidente del PSN-PSOE