el desdichado empeño de algunos por transformar el constitucionalismo, y por tanto la mismísima Constitución, en un arma política arrojadiza acaba de encontrar en Albert Rivera su más precisa formulación: “Alsasua se ha convertido en un símbolo del constitucionalismo”, ha afirmado al comunicar su intención de visitar la localidad. Lo de menos es que los simpatizantes de Ciudadanos tengan todo el derecho del mundo a tal visita, que por supuesto que lo tienen. Lo importante es la concepción política mediante la que configuran el mismo sentido del acto, porque esa concepción, aunque se atribuya a sí misma la categoría de “constitucional”, es en buena medida todo lo contrario. Abrazan la palabra Constitución, pero pisotean su sentido más profundo.

Hubo un tiempo -que, de tan lejano, empieza a parecer ya mítico- en que la Constitución de 1978 era un referente democrático tan elemental que prácticamente nadie sostenía lo contrario. Las fuerzas que impulsaban esa imagen de progreso eran sobre todo tres: democracia, Estado de Derecho y modernidad. Sumadas todas ellas, el resultado era algo llamado Europa. Gracias a 40 años de cerrazón absoluta a cualquier tipo de reforma constitucional -las dos únicas han venido de fuera, no de la ciudadanía- esa imagen se ha revertido. Hoy una enorme mayoría de españoles quiere reformar el texto de 1978. Muy en especial los jóvenes. La Constitución ya no apunta al futuro, sino al pasado.

He dicho “Estado de Derecho”, esto es: garantías procesales, sujeción de las fuerzas de seguridad al imperio de la ley, jueces independientes, no nombrados por el poder político? todo eso constituía una de las tres grandes promesas que la Constitución de 1978 traía consigo. Se trataba de librarnos del fango institucional del que veníamos, de aquella administración de justicia -un sarcasmo- propia de la dictadura. Todavía en 1988, en una entrevista en televisión, Manuel Fraga Iribarne no tenía empacho alguno en reconocer entre risas que en 1976, durante la Transición, decidió como ministro de la Gobernación encarcelar antes del 1 de mayo a Marcelino Camacho y a otros sindicalistas y luchadores por la democracia y mantenerlos unos días a la sombra para evitar que pudieran organizar a los trabajadores.

El ministro de Interior decidiendo, con la mayor naturalidad, la suerte penal de los ciudadanos. De ahí veníamos, y de ahí nos sacó la Constitución de 1978. Mucho puede decirse del progresivo e imparable deterioro al que se están viendo sometidas las tres fuerzas mencionadas -democracia, Estado de Derecho, modernidad-, pero si Alsasua es símbolo de algo, lo es del quebranto de las garantías procesales propias del Estado de Derecho.

Lo que el sistema judicial ha infligido a los acusados de la localidad es una barbaridad jurídica sin justificación alguna. Se les acusó de “terrorismo”, se les privó de su derecho al juez natural -que era el tribunal de Navarra- y se les juzgó en la Audiencia Nacional. La cosa era tan evidentemente desproporcionada que incluso Eduardo Madina, que perdió una pierna por un atentado de ETA, salió en defensa de lo obvio. Declaró que, cuando ETA le puso una bomba en 2002, el fiscal pidió para los etarras detenidos veinte años de cárcel, mientras que ahora la fiscalía pedía hasta 65 años a los acusados de Alsasua por propinar una paliza a cuatro personas. Y dijo algo tan evidente que asusta que tenga que señalarse: “si todo es terrorismo, entonces nada lo es”.

Al final, en su sentencia la Audiencia no vio terrorismo, pero impuso penas superiores a nueve años de cárcel a siete de los ocho acusados. Algo completamente desproporcionado, a la vista de los hechos probados, para cualquiera que albergue una intuición elemental de lo que significa la voz justicia. Pero, incluso así, la fiscalía -que se supone representa a la legalidad y al interés público, y no a los particulares puntos de vista del PP, entonces en el gobierno- recurrió la sentencia porque seguía viendo “terrorismo”. Querían más.

El derecho al juez natural, la exigencia de una fiscalía independiente y la proporcionalidad de las penas son conquistas jurídicas que pertenecen a ese ideal que denominamos “Estado de Derecho”. Ha costado mucho tiempo lograrlas. Son frágiles, y por ello hay que cuidarlas continuamente frente a tentaciones populistas y demagógicas. Se trata, además, de valores que pertenecen por derecho propio al ideario liberal, que Ciudadanos dice abrazar. Nunca ha habido excusas, pero, ahora que ETA ha desaparecido, es evidente que ni siquiera hay motivos para acariciar la tentación de lesionar esas conquistas por razones de supuesta seguridad ciudadana. No digamos ya si -como todo indica- la única finalidad que parece nutrir todo esto se reduce a mero electoralismo de garrafón.

La Justicia lleva una venda que la torna ciega. Esa ceguera abre un abismo entre el derecho penal democrático, que juzga actos y solo actos, y el derecho penal del enemigo, que juzga sujetos o colectivos a los que ya, previamente, se ha catalogado y en consecuencia juzgado. Ese juicio previo se materializa en la semántica. Moros, txakurras, rojos, maricones, inmigrantes, fachas... Cuando juzgamos colectivos e ideologías, la venda cae. Cuando, en vez de juzgar actos, juzgamos proetarras, también. Y con esa venda cae el Estado de Derecho.

Es tristísima la deriva que está tomando un partido como Ciudadanos, que -al menos a mi juicio- fue en buena medida hijo del 15-M y supuso una inyección democrática muy positiva para nuestra democracia. ¿Qué constitucionalismo puede simbolizar Alsasua? No el liberal del Estado de Derecho y las garantías jurídicas -ese que la Constitución de 1978 sí simbolizó-, sino tan sólo el populista de los buenos y los malos, los proetarras y los constitucionalistas, el conmigo o contra mí. Ese en el que la más mínima discrepancia es saldada con la expulsión al bando de los enemigos. Si algo simboliza Alsasua, es el vaciamiento del significado jurídico garantista de la Constitución de 1978 y su sustitución por otra cosa. Una cosa muy nacional, muy divisiva, muy electoralista y muy emocional. Y desde luego nada liberal.

El autor es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra