quienes alardean de la España imperial se enfrentan estos días al verdadero cariz de la Historia: que los vencidos recuerdan y reclaman. No importa que sucediera la injuria hace 500 años o que fuese ayer. La Historia, esa gran memoria colectiva, registra el dato de quienes fueron agredidos o agresores, hostiles o penitentes de una tragedia sea individual, la muerte de Jesús, hace dos mil años, o colectiva como el Holocausto judío de la 2ª Guerra Mundial.

Tal reconocimiento nos hace avanzar en dirección ascendente como cuando se estampó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1793, ampliada en 1948 como Declaración Universal de los Derechos Humanos, impulsada por la estupefacción de una Europa ante su propia barbarie, decidida por una humanidad responsable a reafirmar valores éticos y cívicos. 70 millones de muertos y media Europa arrasada costaron los alarde militaristas de Franco, Hitler, Mussolini, Stalin. Y los que les apoyaron.

México quiere reparación para un dolor que lleva padeciendo 500 años, y me parece bien. Es verdad que los aztecas conformaron un imperio a golpe de sangre y flechazos y que hubo de enfrentarse a un invasor potente que llevaba consigo las grandes armas de guerra de la Europa de su tiempo y América desconocía: coraza, casco y cañón y que además montaban caballos ágiles y veloces. Asentados en la meseta por la señal de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, los mexicas o aztecas practicaban actos atroces para mantener su dominación sobre otras poblaciones indígenas, reacias al dominio azteca que creyeron que apoyando a los centauros blancos y barbudos, podrían reconquistar su albedrío. No pasó así. Nunca es así.

Lo que sería luego el imperio español, entonces Corona de Castilla, abatió al imperio azteca, creó un virreinato, el de la Nueva España y se mantuvo 3 siglos en el poder, arrasando a la población indígena, incautando sus propiedades, aborreciendo de sus dioses y costumbres. Los templos indios sirvieron de soporte a iglesias cristianas. La religión católica, entendida como arma de conquista, cruz y espada funcionando juntas, bautizo y muerte como señal de sometimiento, tal como se acababa de utilizar en la Península Ibérica con el Reino nazarí y el de Nabarra. Se impuso la lengua castellana. Numerosos frailes destrozaron o disfrazaron valiosos textos indígenas, salvándose pocos de aquel holocausto cultural, uno de ellos, el Popol Vuh, que relata leyendas mayas del principio del mundo, uno de mis lecturas favoritas. Y permaneció sepultado, hasta mucho después, para beneficio humano, el magnífico calendario azteca, detección de otra realidad que quiso ser destruida. Y no lo fue.

Los pueblos no olvidan el ultraje, como si el calendario simbólico fijara su derrotero inmutable. En el soterrado mundo de los hogares y hoy en el amplio mundo de la información y de la lectura de los archivos, al fin un bien publico, se va escarbando para acertar en la realidad de los sucedidos. Aparecen en nuestra Nabarra huesos de seres humanos sacrificados en cunetas, sobre los que ha pesado los años de silencio franquista. Al crimen se le añade el desprecio al vencido por la bota militar. No hay ni posibilidad de resurrección. En eso, los verdugos se equivocan.

Un imperio se forja con el sudor de unos pocos y la esclavitud de muchos y la riqueza generada por estos para algunos. Lo denunció Lope de Aguirre, hombre de Oñate que se autotitulaba El Peregrino, en el S. XVl, en su famosa carta al rey de las Españas, conminándole a poner sus reales pies en la tierra que conquistaban para él con tanto esfuerzo soldadesco. Bolívar, en plena guerra de independencia, la declaró la primera carta de la independencia americana. Porque en ella hay repulsa a la élite que disfrutaba de los tributos de América que iban directamente a sus bolillos. Todo bendecido por la Iglesia de Roma.

México, a los quinientos años de su conquista, recuerda el agravio que padecieron los aztecas. La resistencia de Moctezuma, muerto en 1521, cuando trataba de convencer a su pueblo que no resistiera desde su palacio ocupado por las tropas de Cortés, muerto a pedradas por los suyos. Ninguno de los pueblos americanos recibió bien al invasor que le llegaba de mas allá de los mares con sus alazanes prodigiosos. Ni araucanos, chanaes, charrúas, incas, mayas, querandíes, guaraníes... fueron reducidos a la esclavitud y muchos a la exterminación, pese a las Leyes de Indias tan buenas en el papel y tan falsas en su aplicación.

Para pedir perdón hay que admitir la culpa. Llegar al limite del arrepentimiento y de la sinceridad. Hay que dejar las armas encharcadas de sangre, bajar la cabeza y unir las manos en una verdadera oración: no la que llama al sacrificio ni a la conquista, sino la que conjura el verdadero credo evangélico, aquello de amar a los demás como a uno mismo. Solo así se puede avanzar a un entendimiento, encontrar un camino ajeno a la discordia y al orgullo, a la fatalidad y a la resignación.

Y recito en voz baja los versos del poeta Santos Chocano: “?¡Los caballos eran fuertes/ los caballos eran ágiles! y aquel otro de ancho tórax/ que la testa pone en alto/ cual queriendo ser mas grande/ en que Hernán Cortés un día/ caballero sobre estribos rutilantes/ desde México hasta Honduras...”.

La autora es bibliotecaria y escritora