Ya no es solo una sensación, son datos. El cambio climático se ha instalado en España y sus efectos se notan ya, principalmente, en las temperaturas. Por ejemplo, el verano dura ahora de media en España casi cinco semanas más que a principios de los ochenta, y además son más calurosos. Este pasado invierno tan cálido por tanto no puede considerarse una consecuencia puntual de la variabilidad natural del clima; forma parte de una tendencia consolidada hacia el calentamiento progresivo del planeta. Es una de las conclusiones del informe presentado hace quince días por la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) y el Ministerio para la Transición Ecológica. Ambas instituciones han ofrecido un avance de los datos del proyecto Open Data Climático, que recoge algunas evidencias de los impactos del calentamiento global en España en los últimos 40 años. Según el ministerio, hay más de 32 millones de personas afectadas por las consecuencias del calentamiento. Beatriz Hervella, una de las portavoces de la Agencia de Meteorología, ha explicado que esos 32 millones se corresponden con quienes viven en zonas de España donde los veranos son más calurosos y largos, se da una acumulación de años muy cálidos en la última década, y se padece el aumento de frecuencia de las llamadas noches tropicales, aquellas en las que la temperatura “mínima supera o iguala los 20 grados” durante un día completo.

Y pese a los acuerdos de París sobre el cambio climático, el pasado año 2018 ha marcado un nuevo récord de emisiones de gases con efecto invernadero. Una de las causas más importantes del acelerado proceso de cambio climático que empezamos a padecer.

Este informe resalta también que “la superficie con clima semiárido ha aumentado” en 30.000 kilómetros cuadrados -un área similar a la de Galicia- en los últimos 50 años en España. Las zonas más afectadas por ese incremento son Castilla-La Mancha, el valle del Ebro y el sureste peninsular. Se trata de áreas de climas mediterráneos clásicos o continentales que se han transformado en semiáridos y han sufrido una reducción de las lluvias; así, en áreas de Murcia, Málaga o Almería los cultivos son cada vez menos viables por el aumento de las temperaturas y la sequía, con lo que la población tiene que emigrar al no encontrar medios de vida alternativos.

El citado informe analiza la temperatura superficial del Mediterráneo. Y concluye que aumenta 0,34 grados centígrados por década desde principios de los ochenta. El incremento de la temperatura en el Mediterráneo tiene un “efecto de arrastre”, según la portavoz de este organismo, Beatriz Hervella. “Un Mediterráneo cada vez más cálido repercute en sus regiones costeras aumentando el número de noches tropicales”, noches que no bajan de 20 grados. Y la aparición de cada vez más tempranas y largas olas de calor junto con lo que se ha denominado en llamar, efecto isla de calor. Efecto que se produce en las ciudades cuando la temperatura es mayor que en los alrededores debido a que las edificaciones impiden que se libere el calor acumulado y además generan un ambiente de alta contaminación. Madrid es un claro ejemplo de todos estos fenómenos pese a no ser una ciudad costera.

Ya saltaron las alertas en el año 2009 en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de Copenhague, y ahora, una década más tarde, la alerta no solo continúa, sino que se hace mucho más apremiante, como lo manifiestan cada viernes por las calles de todo el mundo millones de jóvenes que piden presente y futuro para sus vidas, para el clima y para el planeta. Algo pasa cuando los adolescentes, pensando tan pronto en su futuro, cambian el aula por la calle y nos interpelan para adoptar medidas urgentes sobre las consecuencias del cambio climático y sobre nuestra responsabilidad en todo este proceso. Geta Thumberg, joven sueca de 16 años, se ha convertido en el icono de una generación que teme por su futuro y por los graves efectos derivados del cambio climático a los que tendrán que enfrentase en su vida de adultos.

La situación, que da señales cada día, es alarmante. Cambios que necesitan miles de años para hacerse realidad están sucediendo con una celeridad que no se corresponde con los ciclos naturales del planeta. Es importante repetirlo, que la sociedad y los poderes públicos lo asuman de una vez: el equilibrio para la existencia y pervivencia de la vida es delicado. Y está en riesgo, y es por ello que nuestro lugar como ciudadanos tiene que ser el del compromiso inequívoco con la vida y el planeta. Y la posición de las personas que se dedican a la vida pública y a la acción legislativa tiene que ser frontal contra la barbarie negacionista; hay que impulsar de forma inmediata y clara la transición energética hacia fuentes de energía más limpias, eólica, solar, eléctrica, etcétera.

Hay que ser más respetuosos con el medio ambiente, y ahí el tejido empresarial tiene que ser más cuidadoso. La próxima reunión de la Asamblea de Naciones Unida para el Cambio Climático en Santiago de Chile, en el próximo mes de diciembre (COP 25), debe marcar un antes y un después en la emisión de este tipo de gases contaminantes.

Por tanto, ya no caben excusas frente al cambio climático, hay que actuar ya; la juventud que viene estará marcada por la falta de agua, fenómenos climáticos extremos -el año pasado en la ciudad iraní de Ahaz el termómetro marcó la temperatura máxima registrada mundialmente de 54 grados Celsius a la sombra-, inundaciones, sequías, contaminación, olas de calor, migraciones, etcétera, se trata ya de una lucha por la supervivencia del género humano. Como bien lo expresa esta joven sueca cuando dice, “dicen que somos jóvenes, pero ya no hay tiempo para esperar a que crezcamos y nos hagamos cargo”.